Robert Parker, heredero de un imperio aeronáutico, vive tras una fachada impecable. Nadie sospecha que, desde hace casi cuatro años, su vida se detuvo el día que su esposa desapareció embarazada, sin dejar rastro. Cuando finalmente recibe la noticia de su muerte en un accidente, todo se desmorona. Perdido y devastado, Bobby termina en la sala de emergencias… y en la vida de Violet Clapton, una doctora reservada y llena de sombras propias. Lo que comienza como un encuentro fortuito se transforma en algo más profundo, más complejo… más peligroso. Porque hay secretos que nadie está preparado para descubrir. Y mientras Bobby se aferra a lo único que le queda —la esperanza—, el pasado regresa con fuerza, dispuesto a arrastrarlo todo. Nada es lo que parece. Y a veces, lo que creíste perdido… nunca se fue.
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New York Bobby Ser un Parker siempre fue asfixiante. No era el mayor de mis hermanos ni el consentido de mis padres. Ese lugar lo ocupaba Kelly. A mí me tocó ser otra cosa: el hijo perfecto. El centrado. El sensato. Y quizás por eso, en algún momento, me obsesioné tanto con la empresa que olvidé lo principal: a Selene. Mi novia. Mi compañera. Aun así, dimos el paso. Nos casamos creyendo que el compromiso era lo que nos faltaba, como si el matrimonio pudiera arreglar lo que ya se estaba resquebrajando. Ese fue mi maldito error. Perdí el rumbo. No enfrenté la realidad. No estaba listo para ser esposo, y mucho menos para ser hombre. Cuando quise darme cuenta, el mundo ya se me venía abajo. Llámalo arrogancia, estupidez o simple inmadurez. Da igual. A veces me pregunto qué habría pasado si ese día hubiera bajado la voz. Si, en lugar de tratar de tener la razón, hubiese intentado entenderla, pero no lo hice. Hace cuatro años atrás ¡Diablos! Lo sé… tenía que estar en el consultorio. Pero no fue mi culpa. La reunión se alargó más de lo previsto, y como siempre, terminé atrapado entre ejecutivos, cifras y promesas que no significan nada cuando llego a casa y la encuentro así. Ahí está de pie en medio de la sala, como si me esperara no solo con el reloj, sino con todo el peso de lo que ya no estamos diciendo. Me preparo para sus quejas. Sé que vienen. Sé que estoy fallando, pero también sé que ella nunca intenta ponerse en mi lugar. —No sé quién eres últimamente —dice Selena, abrazándose a sí misma, como si el frío viniera de mí y no del clima—. Ya no eres el hombre con el que me casé. Estás distante, apagado, obsesionado con tu trabajo. ¿Dónde quedamos nosotros? Sus palabras duelen más de lo que quiero admitir. Pero en lugar de acercarme, me encierro en lo de siempre: la defensa. —Estoy trabajando por nuestro futuro —respondo, sin mirarla—. Lo hago por ti. Por el bebé. —¿Por nosotros? —suelta una risa amarga—. ¿Sabes cuántas veces me he preguntado si este bebé fue una buena idea? ¿Si no estamos tan rotos que traer un hijo solo terminará por destruirnos? Sus palabras me atraviesan. Me acerco con cautela, intentando mantener la calma. —No vuelvas a decir eso. —¿Por qué? ¿Porque te molesta escucharlo? ¿Prefieres seguir fingiendo que todo está bien, que no duermes en el sofá, que no me evitas, que no me ves llorar? —¡Estoy harto, Selena! ¡Harto de tus reclamos, de tus dudas, de tus escenas! —estallo. Y apenas lo digo, me arrepiento. Porque lo veo. Veo cómo algo se rompe en sus ojos. —Gracias por tu sinceridad —murmura. Ya no grita. No discute. Solo habla con ese tono bajo, sereno… ese que usan las personas cuando ya tomaron una decisión—. Esta vez no voy a quedarme esperando a que cambies. Me voy. Camina hacia la habitación. La sigo, pero no digo nada. El orgullo me aprieta la garganta y me paraliza. La observo mientras mete un par de cosas en una maleta. Movimientos lentos, meticulosos… pero fríos. Nada que indique que se marcha para siempre, y al mismo tiempo, todo en ella lo grita. —¿A dónde vas a ir? —pregunto al fin. —No lo sé. A cualquier lugar donde pueda volver a respirar. —¿Te vas a ir así? ¿Embarazada? Me mira. Y no hay rabia en sus ojos… solo un cansancio profundo, una tristeza que se instaló hace tiempo y yo no quise ver. Luego baja la mirada y susurra: —Cuídate Bobby. Y se va. Sin un portazo. Sin lágrimas. Y yo me quedo ahí, como un imbécil, lleno de rabia. No con ella. Conmigo. Esa fue la última, vez que la vi y no la detuve, por orgullo, estupidez, ya no importa como le diga, pero fue un error que me sigue persiguiendo. Desde entonces, mi vida es un ciclo repetido de días vacíos, sonrisas fingidas para la prensa y noches rotas que se arrastran una tras otra. Pero aun no pierdo la esperanza de volver a verla, por eso contrate a varios investigadores esperando un rastro de mi esposa, esperando poder cerrar está herida que sigue abierta con su ausencia. Y otro día más. Otro intento inútil por distraerme, aquí estoy frente al escritorio, fingiendo que el trabajo todavía puede salvarme de mí mismo. Miro sin ver los documentos, los balances, los planes de expansión que ya no me importan. Todo me suena hueco. Y justo cuando pienso en servirme otro café, Rita entra sin tocar. Tiene el rostro pálido y la voz apretada. —Bobby… hay un hombre aquí. Dice que es urgente. Algo personal. Alzo la mirada lentamente. "Personal". Esa palabra ya me pesa como un ladrillo en el pecho. —Hazlo pasar —respondo con la voz rasposa, sintiendo un mal presentimiento subir por mi espalda como un escalofrío. El hombre que entra camina despacio, como si trajera un cadáver sobre los hombros. Lleva un traje oscuro y arrugado, barba descuidada, y una mirada hundida, casi vacía. Bajo el brazo, una carpeta manchada por la lluvia o por el tiempo. No quiero que la abra. —Señor Parker —dice, con una voz firme, pero con una tensión evidente que delata que esto no es una visita cualquiera—. Soy el detective Gregson. Gracias por recibirme. Trago saliva. Siento la garganta seca, como si hubiera tragado vidrio. —¿Qué quiere? —pregunto, apoyándome con disimulo en el escritorio. Siento un peso en el pecho que me cuesta disimular. No se sienta. No sonríe. Ni siquiera intenta suavizar el momento. —Encontramos a su esposa. Sus palabras caen como una explosión. Un zumbido me invade los oídos. —¿Qué… qué dijo? —susurro, sintiendo que el aire me falta. Gregson abre la carpeta con manos lentas, cuidadosas, como si supiera que cada hoja es una herida. La coloca frente a mí, pero no la toco. Solo la observo, paralizado. —Murió en un accidente de tránsito —dice, manteniendo la voz baja, pero sin rodeos—. Fue hace más de tres años. Cerca de Filadelfia. La registraron como NN. No llevaba identificación. Solo ahora, gracias a registros médicos antiguos, pudimos confirmarlo. —¡No…! —niego, sacudiendo la cabeza. Doy un paso atrás, como si pudiera rechazar lo que acaba de decir—. ¡No, eso no es posible! Está equivocado. ¡Ella… ella estaba embarazada! Gregson asiente con pesar, sin moverse del sitio. —Lo sé —responde con más suavidad—. El informe médico lo indica. Pero no había rastros del bebé. Siento cómo me tiemblan las piernas. El corazón me golpea las costillas con violencia. Miro el expediente con manos temblorosas. Lo abro como si fuera a encontrar otra historia, una prueba de que esto no es real. Pero ahí está: una foto borrosa de su rostro, amoratado y roto… pero inconfundible Selena. Mi estómago se revuelve. Me apoyo con torpeza en el escritorio, jadeando, como si me hubieran dado un puñetazo en el pecho. —No… —murmuro. El mundo se derrumba. Me niego a aceptarlo. No así. No después de tanto buscarla. No con esa mirada vacía. Gregson da un paso atrás. Baja la mirada. Su voz se apaga: —Lo siento mucho, señor Parker. Hicimos lo mejor que pudimos. Levanto la vista hacia él. Quiero gritarle. Quiero romper algo. Pero todo lo que soy está derrumbado. Solo susurro con los labios partidos: —Váyase… por favor… déjeme solo. Gregson duda un segundo. —Por favor, revise la información. —¡No siga! —estallo con voz rota, mirando el expediente como si quemara—. Le dije que se fuera. Déjeme… solo. Gregson asiente, despacio. Cierra la carpeta con cuidado, como si cerrara un ataúd. No dice nada más. Se marcha en silencio, dejándome solo con el peso insoportable de su verdad. Horas más tarde Después de vaciar una botella entera de whisky, ya nada tenía sentido. Mucho menos seguir en la oficina, rodeado de paredes frías y papeles inútiles. Agarré las llaves del auto sin rumbo fijo, como si manejar pudiera alejarme de la noticia que acababa de destrozarme. Subí al auto, encendí el motor y puse la música a todo volumen. Como si el ruido pudiera silenciar el dolor que me quemaba el pecho. Pero fue inútil. Tenía las manos apretadas al volante, los nudillos blancos por la presión. Pisé el acelerador. Aceleré sin pensar, sin medir, sin frenar. Las luces de la ciudad pasaban como fantasmas borrosos. Los semáforos rojos eran manchas que no me importaba esquivar. La velocidad me arrancaba lágrimas, o tal vez era el alcohol, o el vacío. No lo sé y justo cuando creí que ya nada importaba…El poste apareció, el golpe, el estallido y con ello la oscuridad. Y ahora escucho, a lo lejos, un pitido. Persistente. Agudo. Siento un dolor punzante en el costado, como si algo me estuviera desgarrando desde dentro. Abro los ojos a medias. Estoy acostado. Todo huele a alcohol, gasas, limpieza. Hospital. Y entonces la veo. Una mujer se inclina sobre mí. Tiene el rostro sereno, una belleza que no lastima. Su piel es blanca como porcelana, su cabello castaño cae largo sobre los hombros, y sus ojos… grandes, profundos, marrones. Ojos que parecen ver más de lo que digo. O de lo que siquiera entiendo. Lleva puesta una bata médica, y sobre su pecho, una placa brillante: Dra. Violet Clapton. —Está despierto —dice con suavidad, mientras ajusta la correa del tensiómetro en mi brazo y revisa los monitores—. Tuvo un accidente, pero está fuera de peligro. Trato de moverme, pero todo duele. Hasta respirar. —¿Dónde…? —pregunto, con la voz rasposa, la garganta como papel lija—. ¿Dónde estoy? —Sala de emergencias. Hospital Saint Claire —responde, sin dejar de mirarme—. Se estrelló contra un poste de luz. Tiene una costilla fisurada, cortes en el rostro y una leve conmoción. Pero va a estar bien. Intento incorporarme. Apenas levanto la cabeza, pero el dolor me atraviesa con una fuerza brutal. Gimo entre dientes, frustrado, impotente. —Quédese quieto, por favor —dice ella, con más firmeza esta vez, sujetándome con cuidado por el hombro—. Ya nos comunicamos con su familia… y su esposa está hablando con la policía. ¿Me escuchó? Sus palabras me atraviesan como una descarga eléctrica. La miro. Me quedo en silencio. ¿Mi esposa? —¿Qué…? —balbuceo, apenas audible. El corazón me late con violencia, la garganta se cierra—. ¿Mi esposa…? Pero ella solo asiente con la cabeza, sin notar mi estado, como si todo tuviera sentido. Siento que el mundo vuelve a derrumbarse, esta vez desde otro ángulo. ¿Estoy soñando? ¿Alucinando? ¿Ella se confundió? ¿Selena está viva? No puede ser…el detective… el expediente… la foto… su rostro, ¿Entonces qué demonios está pasando?Unos días despuésNew YorkVioletSabemos que el tejido tiende a regenerarse. Las células trabajan, el cuerpo repara, la herida se cierra. Pero siempre queda una cicatriz. Visible o no, el cuerpo recuerda. Con el corazón, el proceso es mucho más complejo. No hay sutura que alcance. No hay bisturí que elimine el daño. Nos decimos que sanamos, que ya pasó, que todo quedó atrás. Pero la verdad es que el pasado sigue haciendo eco en nuestra mente, como una alarma que se repite en silencio.Nos cuesta volver a lanzarnos. Nos cuesta confiar en que esta vez puede ser distinto. Porque aprendimos —a la fuerza— que el amor no siempre salva. Que no todo lo que parece eterno lo es. Y entonces preferimos ir por la vida con pasos medidos, con relaciones sin peso, sin profundidad, sin nombres que se queden tatuados en la memoria.A veces solo seguimos la corriente. Sonrisa amable, encuentros fugaces, palabras que no comprometen. Lo justo y necesario para no sentirnos solos. Nada más. Pero cuando apa
La misma nocheNew YorkBobbyMuchos avanzan con el alma rota, con los miedos a cuestas. Pero no lo hacen de forma consciente. Simplemente siguen, sobreviven, sonríen como pueden. Viven el momento esperando —ilusos, como yo a veces— que el pasado pese menos con el tiempo. Que la herida, con suerte, deje de escocer. Que un día te despiertes y ya no duela.Pero no es tan simple. La herida no desaparece. Aprende a esconderse. Se disfraza de orgullo, de humor, de autosuficiencia. A veces, se disfraza de deseo. Y ahí está el dilema, no es dar el paso. Lo verdaderamente difícil es lo que viene después. Lo que llega cuando el silencio te alcanza y ya no hay más adrenalina. Cuando te preguntas si hiciste lo correcto. Si eso basta para olvidar el pasado, porque la mayoría solo quiere un momento sin compromisos, un instante que apacigüe la soledad.Sin embargo, cuando sientes algo más que deseo…ahí asoma el miedo. El miedo a lanzarte sin tener certezas, pero si eres valiente, tal vez —solo tal
La misma nocheNew YorkVioletEn la medicina nos remitimos a los síntomas, hacemos análisis, ecografías, y con base en eso decidimos el tratamiento, el camino a seguir. Hay respuestas, hay lógica, hay pasos claros. Pero en la vida real... nada es tan simple. A veces ni siquiera sabemos lo que queremos. Nos debatimos entre lo que dicta la cabeza y lo que grita el corazón. Y en ese ruido confuso, intentamos avanzar.Aun así, aprendemos a observar las señales. Algunas son tan sutiles que apenas las notamos. Otras nos golpean de frente y nos sacuden. Y aunque la herida aún escuece, aunque el miedo sigue ahí, una parte de nosotras —la más viva, la más necia— nos empuja a seguir. A no quedarnos atrapadas en el pasado.Porque no se puede vivir huyendo para siempre. En algún momento, hay que arriesgarse. Aunque sea con cautela. Aunque el cuerpo recuerde el dolor. Aunque el alma tiemble.Entonces, sin certezas, sin garantías, nos lanzamos otra vez a eso que llaman vivir. A veces por sexo. A v
La misma nocheNew YorkBobbyMuchos escapan de la realidad para no sentir culpa, decepción o dolor… pero sabes que es solo temporal. Podrás ignorarlo, taparlo, anestesiarlo por un rato… pero al final te alcanza. El pasado no se borra, no importa cuántas veces quieras dar borrón y cuenta nueva. Se queda ahí, como una mancha que no se quita. Vuelve con sus errores, con sus preguntas sin respuesta, con todo lo que no supiste decir, con lo que perdiste.Y, aun así, seguimos huyendo. Porque la maldita cobardía nos gana. Porque no todos sabemos mirar de frente lo que rompimos. Nos escondemos detrás del alcohol, de una cama vacía, de una rutina que simula normalidad. Fingimos que estamos bien, que podemos con todo… pero por dentro nos estamos deshaciendo.Y yo no soy la excepción. Nunca lo fui.Fue tan devastador escuchar al detective decirlo en voz alta —"Selena está muerta"— que sentí cómo algo se me partía en dos. No pude soportarlo. No tuve el coraje de asimilarlo con entereza. Me embor
Unos días despuésNew YorkVioletTodos creen que los médicos somos personas sin corazón. Fríos. Distantes. Dueños de un ego que ocupa más espacio que la vocación misma. Y sí, quizás algunos lo son… o aprendieron a serlo. Pero no es mi caso. No, yo no soy esa clase de doctora que se esconde detrás del lenguaje técnico o que ve a los pacientes como números de habitación. Yo cargo con cada historia… cada rostro… cada pérdida.Lo que nadie ve —lo que nadie quiere ver— es que debajo de la bata, también hay una persona que sangra. Que se rompe en silencio. Que, aunque camine firme por los pasillos, a veces tiene el alma hecha pedazos.Cada vez que pierdo a alguien, una parte de mí también muere. Y claro, después de eso, no queda más opción que hacer lo que se espera de nosotros: ser profesionales. Objetivos. Eficientes. Como si eso nos salvara del dolor. Como si guardar silencio fuera suficiente para protegernos.Pero no lo es. Nos entrenan para no llorar. Para no titubear. Para no involuc
ActualidadNew YorkBobbySer un Parker siempre fue asfixiante. No era el mayor de mis hermanos ni el consentido de mis padres. Ese lugar lo ocupaba Kelly. A mí me tocó ser otra cosa: el hijo perfecto. El centrado. El sensato. Y quizás por eso, en algún momento, me obsesioné tanto con la empresa que olvidé lo principal: a Selene. Mi novia. Mi compañera.Aun así, dimos el paso. Nos casamos creyendo que el compromiso era lo que nos faltaba, como si el matrimonio pudiera arreglar lo que ya se estaba resquebrajando. Ese fue mi maldito error. Perdí el rumbo. No enfrenté la realidad. No estaba listo para ser esposo, y mucho menos para ser hombre. Cuando quise darme cuenta, el mundo ya se me venía abajo. Llámalo arrogancia, estupidez o simple inmadurez. Da igual. A veces me pregunto qué habría pasado si ese día hubiera bajado la voz. Si, en lugar de tratar de tener la razón, hubiese intentado entenderla, pero no lo hice.Hace cuatro años atrás ¡Diablos! Lo sé… tenía que estar en el consulto
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