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Lo que no estaba en los planes (1era. Parte)

Unos días después

New York

Violet

Todos creen que los médicos somos personas sin corazón. Fríos. Distantes. Dueños de un ego que ocupa más espacio que la vocación misma. Y sí, quizás algunos lo son… o aprendieron a serlo. Pero no es mi caso. No, yo no soy esa clase de doctora que se esconde detrás del lenguaje técnico o que ve a los pacientes como números de habitación. Yo cargo con cada historia… cada rostro… cada pérdida.

Lo que nadie ve —lo que nadie quiere ver— es que debajo de la bata, también hay una persona que sangra. Que se rompe en silencio. Que, aunque camine firme por los pasillos, a veces tiene el alma hecha pedazos.

Cada vez que pierdo a alguien, una parte de mí también muere. Y claro, después de eso, no queda más opción que hacer lo que se espera de nosotros: ser profesionales. Objetivos. Eficientes. Como si eso nos salvara del dolor. Como si guardar silencio fuera suficiente para protegernos.

Pero no lo es. Nos entrenan para no llorar. Para no titubear. Para no involucrarnos. Nos enseñan a mantener esa línea invisible que separa al médico del humano. Y vaya que es difícil no cruzarla… sobre todo cuando del otro lado hay una mirada que te suplica algo más que medicina. Algo que ninguna receta puede dar: compasión.

Sin embargo, he aprendido a tragarme las lágrimas en baños vacíos. A respirar profundo antes de dar una mala noticia. A sostener la mano de alguien mientras se le apaga la vida sin permitir que mis dedos tiemblen. A dormir con pesadillas en vez de recuerdos. A construir muros por dentro para no colapsar por fuera, pero lo que no aprendí —lo que todavía me cuesta— es a dejar de sentir.

Porque no importa cuántas veces repita el protocolo, cada vez que un paciente muere, revivo un poco el caos de Afganistán. La sangre. El polvo. El estruendo de los gritos. El cuerpo sin vida de Ethan…mi esposo, mi mejor amigo, mi compañero de guerra, mi promesa rota. Y a veces me pregunto si todavía estoy viva. Si lo que queda de mí es suficiente para seguir salvando a otros. O si me estoy desgastando sin darme cuenta.

Quizá por eso evito las citas. Los compromisos. Las emociones que no puedo diagnosticar ni controlar. Porque ser doctora se volvió mi única forma de sobrevivir. Mi única manera de seguir adelante sin que el dolor me consuma.

Aun así, no estaba exenta de los comentarios de mis compañeras. No sé qué clase de maldita manía tenían con creer que yo andaba buscando pareja en cada pasillo del hospital. Era agotador. Y, claro, no perdían oportunidad para dejarlo claro, como aquella noche en la sala de emergencias.

—Violet, cuéntame cómo te fue con el galán. ¿Ya te pidió tu número? —preguntó Miranda con ese tono pícaro que tanto le gustaba usar, mientras apoyaba el codo sobre el escritorio con una sonrisa burlona.

Le lancé una mirada de reproche. Fruncí el ceño sin decir palabra, esperando que entendiera el mensaje. Pero sabía perfectamente a quién se refería: al paciente del accidente automovilístico. El que casi se mata contra un poste después de beber más de la cuenta. Un hombre de cabello castaño corto, barba cuidadosamente descuidada, y unos ojos azules tan claros que parecía imposible no quedarse atrapada en ellos… Una mirada que gritaba tristeza incluso en silencio.

Tragué saliva. Apreté la carpeta contra mi pecho.

—Miranda, deja de creer que me interesa involucrarme con alguien. Y menos con un paciente —le respondí, tratando de sonar firme, aunque mi voz salió un poco más baja de lo que pretendía.

Ella soltó una risa breve, como si mi negación fuera una broma.

—¡Por Dios! Si yo estuviera en tu lugar no dejaría escapar a ese galán —dijo, levantando las cejas con malicia.

Solté un suspiro, exasperada.

—El galán está casado… —murmuré, bajando un poco la voz, esperando que con eso terminara el tema.

Pero no. Claro que no. Miranda alzó una ceja, se inclinó hacia mí con gesto conspirativo y susurró:

—Te corrijo. La rubia es su hermana. La esposa del excongresista Darcy. Lo investigué.

Me giré hacia ella con incredulidad. Parpadeé.

—¡Diablos! Eres peor que la CIA… —dije con una sonrisa incrédula—. ¿Acaso ahora eres una agente encubierta?

—Aún no, pero lo tendré en cuenta si me aburro de la medicina —respondió con una carcajada ligera, mientras recogía unos papeles del escritorio—. Mientras tanto, no dejes escapar a ese bombón, te hará bien un poco de compañía.

Me quedé en silencio unos segundos. No lo admití en voz alta, pero tenía razón. Porque sabía que una parte de mí quería volver a sentir. Y la otra… aún no estaba lista para soportar las consecuencias.

Lo cierto es que después de una jornada caótica lo único que deseo con el alma es una buena taza de chocolate caliente, una ducha larga… y mi cama. Mi santuario, por eso me apresuro sacando mis pertenencias del casillero, cuando escucho la inconfundible voz de Miranda retumbar a mi espalda, como si alguien hubiese dejado una radio encendida en volumen máximo.

—Alguien tiene prisa por irse a casa… —canturrea con burla—. Pero esta noche no escaparás, Violet. Te lo advierto. Necesito celebrar que mi paciente respira, tiene función cerebral y, según todo, ¡va a despertar!

Cierro los ojos por un segundo, respiro hondo y me giro despacio con la mochila colgando del hombro.

—No quiero ser aguafiestas, pero todavía necesitarás más estudios para asegurar que está fuera de peligro — digo con voz serena, aunque sé que le voy a pinchar el entusiasmo—. Milagros médicos no se celebran antes de tiempo. Aún no.

Miranda arruga la nariz, exagerando un puchero de drama. Cruza los brazos sobre su pecho y me lanza una mirada ofendida.

—¡Qué crueldad de tu parte! ¿Tanto te cuesta tener un poquito de empatía con tu amiga? ¿Ni siquiera fingir alegría?

—Estoy siendo realista, Miranda —respondo, alzando ligeramente una ceja—. No te haría ningún favor si te doy falsas esperanzas. Y… —hago una pausa, señalando la puerta con la cabeza—. Mis pies ya ni los siento.

—Una cerveza —insiste, levantando un dedo como si negociara en una corte celestial—. Una. Nada más. No me hagas beber sola en un bar rodeada de internos hormonales y médicos frustrados.

—Y yo necesito dormir —le contesto, entrecerrando los ojos—. ¿Sabes lo que es eso? Dormir. Se escribe con D, de “déjame en paz”.

Ella suelta una carcajada, menea la cabeza y se acerca, cogiéndome del brazo como si fuera a secuestrarme.

—No seas tan trágica, Violet. Te va a hacer bien. Además… —susurra con una sonrisa pícara—. Nunca se sabe con quién puedes cruzarte esta noche. Por ahí, con suerte, aparece ese bombón de ojos azules otra vez.

Le lanzo una mirada letal.

—¿Otra vez con eso?

—¡No lo niego! ¡Lo invocaría si pudiera! —ríe, y luego me guiña un ojo—. Aunque creo que a ti no te haría nada mal cruzártelo. Solo digo…

Sus palabras quedan flotando. Yo solo niego con la cabeza, resignada. No voy a ganar esta batalla, eso está claro.

—Una cerveza. Nada más —resoplo—. Y después, me voy a casa.

—¡Eso es lo que quería oír! —dice Miranda, aplaudiendo como si hubiéramos logrado un trasplante exitoso.

Un rato más tarde

El bar no es exactamente mi lugar favorito. Está lleno, huele a cerveza y desodorante masculino, y la música está lo suficientemente alta como para evitar una conversación sincera… pero no tan fuerte como para callar mis pensamientos. Miranda ya está rodeada de colegas, riendo con un mojito en la mano, como si no existiera nada más allá de ese instante.

Yo, en cambio, me quedo sentada al borde de la barra, jugando con la servilleta entre los dedos como si fuera un salvavidas en medio de una marea de risas, vasos tintineando y luces bajas. Estoy contando los minutos, esperando tener una excusa decente para huir sin parecer una antisocial.

—¿Vas a pedir algo o planeas torturar esa servilleta toda la noche? —dice una voz a mi izquierda, cálida, grave… familiar.

Levanto la vista. Y ahí está Robert Parker, el galán.

Camisa oscura, sin corbata, el primer botón desabrochado. Su cabello castaño algo revuelto, la barba recortada justo al límite, y esos ojos... azules, nublados, con una tristeza tan profunda que parece no tener fondo. Me mira con una sonrisa ladeada, casi tímida, como si estuviera tanteando el terreno, como si no supiera si tiene permiso para estar ahí… o si ya nada le importa.

—Deberías estar en cama —le digo, entrecerrando los ojos con un gesto acusador, pero sin dureza—. Recuperándote de los traumatismos.

—Lo intenté —responde, encogiéndose de hombros—. Pero dormir no me está funcionando. Pensé que un trago ayudaría… aunque no lo está haciendo.

Bebe un sorbo sin apartar la vista de mí. Hay algo inquieto en su mirada, algo que no se acomoda del todo.

—¿Y tú qué haces aquí? —pregunta, alzando una ceja con curiosidad genuina—. ¿Olvidando las penas o buscando compañía?

Su pregunta cae como una losa pesada, dejándome arrinconada y sin saber como responderle.

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