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Un paso más cerca de ti (1era. Parte)

La misma noche

New York

Bobby

Muchos avanzan con el alma rota, con los miedos a cuestas. Pero no lo hacen de forma consciente. Simplemente siguen, sobreviven, sonríen como pueden. Viven el momento esperando —ilusos, como yo a veces— que el pasado pese menos con el tiempo. Que la herida, con suerte, deje de escocer. Que un día te despiertes y ya no duela.

Pero no es tan simple. La herida no desaparece. Aprende a esconderse. Se disfraza de orgullo, de humor, de autosuficiencia. A veces, se disfraza de deseo. Y ahí está el dilema, no es dar el paso. Lo verdaderamente difícil es lo que viene después. Lo que llega cuando el silencio te alcanza y ya no hay más adrenalina. Cuando te preguntas si hiciste lo correcto. Si eso basta para olvidar el pasado, porque la mayoría solo quiere un momento sin compromisos, un instante que apacigüe la soledad.

Sin embargo, cuando sientes algo más que deseo…ahí asoma el miedo. El miedo a lanzarte sin tener certezas, pero si eres valiente, tal vez —solo tal vez— puedas volver a amar.

En lo personal, el día que Selena se marchó, seguí con mi vida, pero nunca pude darle portazo a su recuerdo. Más bien, fui pasando los días sin complicaciones, sin ataduras, pensando que algún día tendría la oportunidad de enmendar mis errores.

Nada más alejado de la realidad, porque la vida me dio la peor de las lecciones: su muerte. Tal vez fue una forma de castigarme… o de liberarme de mi culpa. A estas alturas, no lo tengo claro.

Aun así, por primera vez en mucho tiempo, las palabras salían con facilidad de mis labios. No sé… Violet tiene ese don para hacerme sentir cómodo. Y esos ojos… parecía que podían atravesar mi alma sin siquiera tocarme. Además, hay en ella una mezcla hermosa entre sensualidad y belleza que atraparía a cualquier hombre, y yo no fui la excepción.

Tanto que no pude evitarlo: la besé. Me perdí en sus labios. En un beso que pedía más, que anhelaba perderme en su piel. Al punto de proponer ir a un hotel, pero su silencio me tiene confundido. No sé si me voy a ganar una bofetada por apurado… si se va a marchar sin decir una sola palabra……o si, con suerte, me dejará quedarme un poco más.

Y aquí estoy, frente a ella, con la respiración alterada, prendido de sus ojos, con los latidos disparados, esperando una respuesta en medio de un silencio que pesa, que ahoga.

Finalmente, sus labios se entreabren, y deja escapar su voz en un susurro apenas audible:

—Sí…

¿"Sí" a qué?, pienso por un segundo, con el corazón en la garganta.

—¿Sí… quieres acompañarme al hotel? —pregunto, casi con miedo a romper el momento.

Ella asiente levemente, se muerde el labio y repite con un tono suave, algo tembloroso:

—Sí… suena bien.

Deslizo mi mano con lentitud hasta su cintura, atraído como un imán, y antes de que pueda arrepentirse, vuelvo a besarla. Esta vez más lento. Más profundo. Como si el tiempo nos diera permiso.

Un momento después

El breve trayecto al hotel fue… inusual, no sé cómo describirlo, más bien me sentía como un adolescente torpe, entrelazando su mano con la mía, incapaz de pronunciar una maldita palabra coherente. Solo podía mirarla de reojo, intentando procesar que eso estaba pasando. Y esa sonrisa… esa maldita sonrisa tonta se me escapaba sola, sin permiso, colgada en mi rostro como si no pudiera disimular el temblor interno.

Todo se volvió más abrumador al llegar a la recepción. Transpiraba como si hubiera corrido una maratón. El corazón me latía tan fuerte que temí que ella pudiera oírlo. Las piernas me temblaban. Las manos… no sabía qué hacer con ellas. No sabía si meterlas en los bolsillos, tomarlas detrás de la espalda o aferrarme a ella. Y mientras completaba los datos, podía sentir su mirada. Silenciosa. Expectante. Pero no se reía. No se alejaba. Seguía allí, con esa mezcla de nervios y ternura en los ojos.

Y ahora abro la puerta de la habitación, ella cruza primero, cierro detrás de mi y me apoyo observando cada gesto.

Ella da unos pasos hacia el centro de la habitación, y se gira apenas, sin decir nada. Nos miramos. Por un segundo nadie se mueve.

Trago saliva. Dios... está preciosa. Con esa mezcla de inseguridad y valentía en los ojos, con el pelo suelto cayéndole por los hombros, con el pecho subiendo y bajando al ritmo de su respiración nerviosa.

—Violet… —murmuro su nombre como si fuera una súplica o una oración.

Ella sonríe, apenas. Y en ese instante lo sé: no hay vuelta atrás. Camino hacia ella, lento. No quiero asustarla. No quiero arruinarlo.

—¿Estás bien? —pregunto, a centímetros de su rostro.

—Estoy... intentando respirar. —Su risa tiembla.

Le acaricio la mejilla. Su piel es suave, cálida. Inhalo el perfume que lleva. Dulce, como ella.

—Respira conmigo, entonces —susurro.

Nos besamos. Esta vez sin prisa. Sin presión. Solo labios reconociéndose. Se aferra a mi cuello. Mis manos bajan por su espalda, buscando la curva de su cintura.

—Quiero verte… —susurro, honesto—. Quiero que me dejes verte.

Ella asiente. Sus dedos tiemblan mientras se desabrocha los botones de la blusa. Uno a uno. Sin apuro. Yo me quedo quieto, mirándola como un idiota, hechizado. Cuando se la quita y la deja caer, dejo de respirar por un instante. ¡Maldición! Es bellísima.

No es solo lo que veo. Es cómo lo lleva. Con pudor, sí, pero también con dignidad. Con esa fuerza silenciosa que hace que no pueda apartar la vista. El sujetador negro realza sus senos, y esos lunares son perfectos en sus hombros.

—Eres... —No puedo ni terminar la frase. Solo niego con la cabeza y sonrío, incrédulo—. Eres endiabladamente bellísima.

Ella baja la mirada, se muerde el labio, y ese gesto me mata.

—No me mires así… —susurra.

—¿Así cómo?

—Como si fuera todo lo que esperabas.

—Es que lo eres —respondo sin pensarlo.

Mis dedos recorren la línea de su pantalón mientras la beso de nuevo. Le bajo la prenda con lentitud, arrodillándome frente a ella. Se sujeta de mi hombro mientras la ayudo a salir del todo. Mis labios rozan el vientre plano, y cuando subo la vista, la encuentro mirándome con los ojos húmedos.

—Tu turno —dice, con una valentía que admiro.

Sonrío. Me desabrocho la camisa lento, sintiendo su mirada encima, y luego los jeans. Cuando me quedo solo en bóxer, ella ríe con nervios.

—¿Qué? —pregunto, contagiado por su risa.

—Que pensé que iba a entrar un tipo seguro de sí mismo... no este adolescente nervioso que tengo delante.

Me acerco, la tomo en brazos sin avisar y la dejo caer suavemente en la cama.

—Me haces sentir todo eso a la vez —confieso, mientras me recuesto sobre ella—. Hombre. Muchacho. Vulnerable. Vivo.

Le quito el sujetador con cuidado, dejando que caiga entre nosotros. Me quedo unos segundos en silencio contemplándola. Ella desvía la mirada, pero le tomo el rostro para que me vea.

—Nunca me había sentido así… —declaro, con la voz rota por el deseo y la ternura.

Sus manos bajan por mi espalda, atrayéndome hacia ella. La beso, profundo, mientras mis dedos descienden por sus muslos con lentitud, pero con hambre. Hambre de ella. Y entonces sucede: mi erección aparece, inevitable, palpable, y la tensión se vuelve insoportable.

Me atrevo a más. Deslizo mis dedos por el borde de su tanga, la aparto apenas y, sin apartar la mirada, introduzco dos dedos en su intimidad. Ella se arquea, dejando escapar gemidos entrecortados. El calor que emana su cuerpo me enloquece, el vaivén de mis dedos se vuelve más rápido, más preciso, más urgente. La observo rendirse al placer, temblar, perder el control.

Me detengo solo un segundo para quitarle por completo la tanga. Ella, con los ojos entrecerrados y las mejillas encendidas, me baja el bóxer, liberando mi erección dura y palpitante. Pero en medio de la locura, su voz suave y entrecortada resuena:

—¿Tienes un preservativo?

—Sí, en mi billetera. Espera un segundo —respondo con voz ronca, apartándome a regañadientes.

Busco entre mis cosas, el pantalón tirado al pie de la cama. Mis manos tiemblan mientras abro la billetera y saco el preservativo. Rompo el envoltorio con los dientes, sintiendo su mirada fija en mí. Me lo coloco con rapidez, con torpeza incluso, por la urgencia, por las ganas de volver a ella.

Y vuelvo a su cuerpo, a su mirada, a su aliento. Aparto con delicadeza sus piernas mientras mi erección roza su entrada húmeda, cálida, acogedora. Entonces entro en ella despacio, muy despacio, sintiéndola envolverme por completo. Ella gime bajo mi cuerpo, aferrándose a mis hombros, clavando suavemente las uñas, como si también tratara de no perderse.

—Dios… eres perfecta… —susurro con la voz rota, clavando los ojos en los suyos.

Empiezo a moverme con suavidad, cada embestida lenta, profunda, buscando entender su ritmo, su respiración. El roce de su piel contra la mía, el calor de su vientre, los jadeos que escapan de su boca entreabierta, todo es demasiado. Me deslumbra.

—Bobby… —murmura mi nombre entre suspiros, con los ojos empañados de placer.

La beso, hambriento de su boca. Aumento el ritmo, su pelvis se arquea para recibir cada embestida con más fuerza. Nuestras respiraciones se mezclan con la sinfonía de jadeos y gemidos. Su cuerpo tiembla bajo el mío, y el mío se tensa cada vez más.

—No pares… —me suplica entre jadeos—. No pares, Bobby…

Y no lo hago. Mis embestidas se vuelven más profundas, más rápidas, más urgentes, como si sus gemidos me alimentaran, como si su cuerpo me reclamara por completo. Su espalda se arquea, sus uñas se clavan en mi piel, y su voz se quiebra cuando el orgasmo la alcanza. Tiembla, se rinde, se rompe bajo mí… y ese espasmo me arrastra.

Con un gemido grave y la mandíbula tensa, me dejo ir. Una última arremetida y todo se desvanece en una oleada abrumadora.

Caigo sobre ella, aún dentro, nuestros pechos pegados, los corazones galopando desbocados. La envuelvo con los brazos, temblando, y beso su cuello, su clavícula, como si pudiera grabarla en mi memoria con cada caricia.

El silencio cae, espeso y sereno. Solo nuestras respiraciones desordenadas llenan la habitación, mezclándose con el calor que aún flota entre las sábanas. Salgo de ella con cuidado y me recuesto a su lado. No digo nada. Solo la observo, con una sonrisa sincera curvándome los labios.

De pronto, ella suspira y rompe el silencio.

—Debo irme… es tarde.

Me incorporo, todavía desnudo, y estiro el brazo para tocar su espalda. Con los dedos dibujo una línea lenta desde su nuca hasta el centro de su columna. La siento estremecerse bajo mi caricia.

—¿Por qué la prisa? —murmuro—. Podemos quedarnos un rato más… o pasar el día juntos. No hay apuro. A menos que… —hago una pausa, ladeando el rostro hacia ella, con una sonrisa torcida—. ¿Fue tan malo el sexo?

Ella se gira por completo y se sienta de lado, con las piernas cruzadas. Su rostro muestra una mezcla de sorpresa y algo más profundo… conmovido.

—¿Qué? No… ¡no fue malo! —responde enseguida, bajando la mirada mientras se muerde el labio—. Fue… demasiado. Eso fue.

—¿Demasiado? —repito, intrigado, intentando descifrar lo que sus palabras no dicen aún.

—Sí. Me sentí desnuda de verdad… no solo el cuerpo. Como si algo dentro de mí se rompiera… y a la vez se liberará.

La miro con atención, sintiendo que algo en mí también se quiebra con sus palabras.

—Lo entiendo, porque yo también lo sentí —respondo en voz baja, con una honestidad que me sorprende a mí mismo—. Y eso no suena mal… ¿o sí?

Hago una breve pausa, intentando leerla más allá de sus gestos.

—¿A qué le temes? —pregunto, bajando la voz aún más—. ¿A qué te rompa el corazón?

Mis palabras se deslizan con cautela, con miedo, pero lo peor es no poder descifrar la oscuridad de sus ojos y este silencio que me perfora el alma.

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