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Un paso más cerca de ti (2da. Parte)

Unos días después

New York

Violet

Sabemos que el tejido tiende a regenerarse. Las células trabajan, el cuerpo repara, la herida se cierra. Pero siempre queda una cicatriz. Visible o no, el cuerpo recuerda. Con el corazón, el proceso es mucho más complejo. No hay sutura que alcance. No hay bisturí que elimine el daño. Nos decimos que sanamos, que ya pasó, que todo quedó atrás. Pero la verdad es que el pasado sigue haciendo eco en nuestra mente, como una alarma que se repite en silencio.

Nos cuesta volver a lanzarnos. Nos cuesta confiar en que esta vez puede ser distinto. Porque aprendimos —a la fuerza— que el amor no siempre salva. Que no todo lo que parece eterno lo es. Y entonces preferimos ir por la vida con pasos medidos, con relaciones sin peso, sin profundidad, sin nombres que se queden tatuados en la memoria.

A veces solo seguimos la corriente. Sonrisa amable, encuentros fugaces, palabras que no comprometen. Lo justo y necesario para no sentirnos solos. Nada más. Pero cuando aparece alguien que amenaza ese equilibrio... nos asustamos. No se trata del sexo, no es solo el cuerpo, ni el deseo. Es esa mirada que atraviesa. Esa conexión que va más allá de lo tangible. Y ahí es donde tiemblan las certezas. Ahí es donde todo lo aprendido ya no alcanza. Porque de pronto sentimos que esta vez podría ser real… y eso, justo eso, es lo que más miedo da.

Quizás por primera vez… decidí dejar de pensar. Silencié esa voz interna que siempre me frenaba, la que me llenaba de advertencias y me obligaba a controlarlo todo. En su lugar, comenzaron a retumbar las palabras de Miranda: “No dejes escapar al galán”.

Y sí… tenía razón. Era hora de empezar a sanar, de dejarme arrastrar por un momento de pasión sin etiquetas, sin culpa. Solo sexo. Eso creí.

Pero no anticipé lo que vino después. Bobby… con esas miradas suyas tan profundas, con esa forma lenta, tierna y segura de recorrer mi piel, me desarmó. Me asustó. Fue como si pudiera leerme por dentro, como si cada beso suyo supiera exactamente dónde tocar lo que aún estaba roto. Sus caricias eran una danza entre deseo y ternura, como cuando Ethan me hacía el amor…Y entonces lo sentí. Esa misma calidez. Esa sensación de ser vista, amada… sin decir una sola palabra. Las sonrisas traviesas de Bobby, la forma en que me abrazó sin apuros, como si tuviera todo el tiempo del mundo para mí, me hicieron temblar. Y no fue solo el cuerpo. Fue el alma. Me sentí traicionando un recuerdo. Y al mismo tiempo, me vi sintiendo algo que no entendía, algo que me dolía y me emocionaba al mismo tiempo. Una conexión inexplicable. Y sí… me dio miedo.

Me escapé literalmente de sus brazos, con el corazón desbocado y las piernas como gelatina. Y justo cuando intentaba vestirme con manos torpes, su voz me alcanzó con sus preguntas.

Tragué saliva. Cerré los ojos por un segundo y respiré profundo. Me obligué a mantener la calma mientras me subía los pantalones como podía. Cuando por fin me giré hacia él, me forcé a mirarlo a los ojos, aunque todo en mí gritaba que saliera corriendo.

—Bobby… —dije al fin, con una voz mucho más tranquila de lo que realmente sentía—. No es cuestión de miedo. Pero… tú y yo venimos de mundos muy distintos. Trabajo más de ochenta horas a la semana, vivo entre quirófanos, rondas, llamadas de emergencia… No tengo tiempo para… para lo que sea que estás buscando.

Él se incorporó lentamente, aún envuelto en las sábanas, con el torso descubierto y la mirada fija en mí. Sus ojos tenían ese brillo intenso que me conocía mejor de lo que yo quería admitir.

—Lo que escucho son puras excusas —respondió con una mezcla de dolor y suavidad—. ¿De verdad crees que vine hasta aquí solo por una noche? ¿Crees que eso es todo lo que quiero?

No contesté. Me agaché para recoger mi blusa del suelo, intentando no mostrar cuánto me temblaban los dedos.

—¿Tanto te asusto? —agregó, dando un paso hacia mí.

—No me asustas —respondí con un suspiro, sin mirarlo—. Me complicas. Me desarmas.

—Entonces dame una razón de verdad —dijo con firmeza, sin levantar la voz—. Una razón real, no una agenda saturada ni la típica excusa del “no tengo tiempo”. Porque, si esto entre nosotros no significa nada, dímelo ahora y me haré a un lado.

Lo miré. Directo a los ojos. Y por un instante, me vi a mí misma reflejada ahí… cansada, sí, pero también con ganas de algo más. Algo que no podía darme el lujo de permitir.

—No es tan fácil como lo haces sonar —le dije, bajando la voz—. No se trata solo de querer. A veces no alcanza.

—Claro que sí —respondió él con una media sonrisa—. Me das tu número. Te paso a buscar. Salimos. Hablamos. Eso es todo. No te estoy pidiendo promesas. Solo… una oportunidad.

Negué suavemente con la cabeza y solté su mano, que me había tomado sin que me diera cuenta. El tacto de sus dedos todavía ardía en los míos.

—No puedo darte eso. No ahora.

—¿Y si luego ya es tarde? —preguntó en voz baja.

—Entonces supongo que no debía ser.

Avancé hacia la puerta con el corazón en un puño. Me detuve apenas un segundo. Lo miré por encima del hombro. Ahí estaba, aún sin vestirse, con el cuerpo medio cubierto por las sábanas y esa mezcla de deseo, esperanza… y algo más que no quise nombrar.

Me dolía irme. Pero dolía más quedarme.

—Intenta no volver a la sala de emergencias —murmuré con una media sonrisa—. Y por favor… no conduzcas borracho.

Y me fui. Lo dejé allí, desnudo, en medio de las sábanas revueltas, con su mirada clavada en la mía como si pudiera detenerme. Pero no lo hizo. Y yo tampoco volví la vista atrás.

Aunque sabía, muy dentro de mí, que no iba a poder sacarlo tan fácilmente. Que algo en mí ya le pertenecía. Aun así, estaba convencida de que irme era lo mejor. Mi vida ya era lo suficientemente complicada… como para sumarle más problemas.

Durante todo el trayecto a casa, volví a repasar cada instante de aquella noche tan extraña como dulce. Las miradas, el roce de su piel, la forma en que me sostuvo como si tuviera miedo de romperme. Era más que sexo. Y eso… me asustaba.

Apenas abrí la puerta de mi departamento, la voz de Janeth me sobresaltó desde la sala.

—Violet, por fin llegas…

—Lo siento —susurré mientras me sacaba los zapatos con los dedos, agotada—. Tuve una complicación en el hospital. ¿Isabella se durmió enseguida? ¿O volvió a esperarme para acostarla? ¿Te dio problemas?

—Ella nunca da problemas —respondió con una sonrisa amable—. Le dije que tal vez llegarías tarde, así que le puse por quinta vez la película de Bob Esponja… después se quedó dormida.

—Gracias —dije con sinceridad, tocándole suavemente el brazo—. De verdad… por la paciencia y por ayudarme, como siempre.

—No hacen falta las gracias, Violet. Nos vemos mañana —se despidió mientras tomaba su bolso y salía por la puerta.

Caminé por el pasillo en silencio. Empujé con cuidado la puerta de la habitación de mi pequeña. Estaba allí, acurrucada, abrazando su osito, con el cabello desordenado y las mejillas sonrosadas por el sueño. Me senté despacio en el borde de la cama. Solo para contemplarla unos segundos.

¿Cómo se puede amar tanto a alguien tan pequeño?

Le acaricié el cabello con ternura, luego incliné el rostro y le dejé un beso suave en la mejilla. La arropé un poco más, por instinto, como si pudiera protegerla de todo lo que yo no había sabido evitar en mi propia vida. Porque ella era mi prioridad, mi vida entera, mi razón para levantarme cada día. Y no… no era fácil volver a empezar. Mucho menos sabiendo que la mayoría de los hombres ni siquiera consideraban a una mujer con hijos. No querían el paquete completo. Solo la parte divertida. Quizás Bobby era diferente. Quizás no. Pero no tenía intenciones de averiguarlo. No pensaba arriesgarme.

En resumen, ahora me quito los guantes con un chasquido seco y los lanzo directo al tacho rojo. La cirugía ha sido un éxito, pero mi cuerpo no lo sabe: tengo el cuello contracturado, la espalda rígida como una tabla y los párpados tan pesados que parecen hechos de plomo. Me ajusto la bata mientras camino por el pasillo que conecta con el vestuario, deseando una ducha rápida y cinco minutos de paz.

—¡Doctora Clayton! —la voz de Miranda me alcanza como una ráfaga alegre y chispeante, desentonando por completo con mi agotamiento.

Resoplo sin detenerme del todo y me giro apenas, con expresión neutral.

—¿Qué pasó? ¿Se incendia algo?

—Más bien alguien está en llamas… —responde con una sonrisa ladeada, cómplice. Conozco ese tono. Está tramando algo.

Le lanzo una mirada de reojo, una ceja arqueada.

—¿Ahora qué hiciste?

—Nada. Bueno… —finge inocencia con una exageración casi teatral—. Solo fui a recepción a buscar un sobre y me encontré con un hombre preguntando por ti.

Mis pasos se detienen de golpe. Siento una chispa de alarma en el pecho.

—¿Un paciente?

—No exactamente. Más bien un galán de esos que no se olvidan fácil —dice bajito, acercándose como si compartiera un secreto clasificado—. Elegante, alto, mirada intensa, sonrisa peligrosa… y un ramo de flores tan grande que casi tapa a la recepcionista.

Parpadeo, congelada.

—¿Cómo dijiste?

—Sí. Tal cual. Y no te lo vas a poder sacar de encima tan fácil… porque tu galán, Robert Parker, está al final del pasillo aguardándote —dice señalando con la barbilla, con los ojos encendidos de emoción—. Y dijo que no se va sin verte.

—No… no puede ser —susurro, sintiendo cómo el corazón se me acelera como si tuviera un bisturí apuntando al pecho.

—¿No te pone feliz? —pregunta Miranda, divertida.

—¡No quiero verlo! —le espeto en un susurro urgente, llevándome una mano a la frente—. Ayúdame… dile que sigo en cirugía, que me va a llevar horas salir. No sé, inventa algo.

Miranda me observa como si estuviera frente a un fenómeno clínico.

—¿Estás huyendo? ¿De un hombre que viene a buscarte al hospital con flores? ¿Después de lo que me contaste que pasó entre ustedes?

—¡Miranda! —le lanzo una mirada asesina—. ¡Bajá la voz!

Ella cruza los brazos y alza las cejas.

—¿Sabes cuántas matarían por tener a ese hombre esperándolas con un ramo en plena guardia?

—Justamente. Estoy en guardia, no en una cita. Esto es un hospital, no una película romántica.

Ella suelta una carcajada breve, disimulada.

—Estás temblando.

—Estoy agotada. Acabo de estar cuatro horas con las manos dentro de un tórax.

—Claro. Y ahora el que te va a abrir el pecho es él… —me guiña un ojo.

—Miranda, por favor. Dile que no puedo verlo…

Pero ella ya no me escucha. Tiene esa sonrisa traviesa dibujada en la cara, y sin decir una palabra, se da vuelta y comienza a caminar por el pasillo.

—¿A dónde vas? —pregunto, entre alarmada y resignada.

—A ver cómo se pone tu cara… cuando lo veas.

La sigo, sin querer hacerlo. Cada paso es una batalla entre el impulso de escapar y la fuerza invisible que me arrastra hacia él. Y entonces, doblamos la esquina…

Y lo veo. Bobby apoyado contra la pared como si estuviera en su casa. Lleva una camisa blanca arremangada, saco gris claro colgado del brazo, pantalones oscuros perfectamente entallados y zapatos impecables. En la mano, un ramo de flores enorme y vibrante, lleno de lilas, peonías y unas cuantas rosas que parecen recién cortadas.

Su mirada va vagando por el pasillo… hasta que se cruza con la mía y entonces me sonríe. Esa maldita sonrisa. Cálida, segura, como si no hubieran pasado tres días, ni las palabras duras, ni la distancia que quise imponer.

Mis piernas se congelan. Siento un golpe en el pecho. Trago saliva.

—Ay, Dios… —susurro apenas—. Esto no está pasando.

Miranda se inclina hacia mí, con expresión de triunfo absoluto.

—¿Y ahora qué vas a hacer, Violet?

No alcanzo a responder. Porque Bobby ya está frente a mí. Da dos pasos, sin quitarme los ojos de encima. Me mira como si le costara creer que estoy de verdad ahí, frente a él, con la bata aún puesta y cara de no haber dormido en días.

—Hola, Violet —dice al fin, con esa voz grave y templada que tanto odié extrañar.

—¿Qué haces acá? —pregunto, casi sin aire, con más temblor que fuerza.

Él baja un poco el ramo, mirándome con una mezcla de ternura y culpa.

—Quería verte —responde, sin rodeos—. Hablar un rato… y no sé, pedirte un favor especial.

Hace una pausa.

Sus ojos se clavan en los míos. No hay presión, ni urgencia… solo esa calma peligrosa que me seduce y a la vez me inquieta.

—¿Tienes tiempo? —pregunta, dejándome arrinconada contra la pared.

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