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Lo que no estaba en los planes (2da. Parte)

La misma noche

New York

Bobby

Muchos escapan de la realidad para no sentir culpa, decepción o dolor… pero sabes que es solo temporal. Podrás ignorarlo, taparlo, anestesiarlo por un rato… pero al final te alcanza. El pasado no se borra, no importa cuántas veces quieras dar borrón y cuenta nueva. Se queda ahí, como una mancha que no se quita. Vuelve con sus errores, con sus preguntas sin respuesta, con todo lo que no supiste decir, con lo que perdiste.

Y, aun así, seguimos huyendo. Porque la maldita cobardía nos gana. Porque no todos sabemos mirar de frente lo que rompimos. Nos escondemos detrás del alcohol, de una cama vacía, de una rutina que simula normalidad. Fingimos que estamos bien, que podemos con todo… pero por dentro nos estamos deshaciendo.

Y yo no soy la excepción. Nunca lo fui.

Fue tan devastador escuchar al detective decirlo en voz alta —"Selena está muerta"— que sentí cómo algo se me partía en dos. No pude soportarlo. No tuve el coraje de asimilarlo con entereza. Me emborraché como un miserable, con la esperanza de apagar el incendio en el pecho. No quería pensar, no quería sentir. Solo necesitaba silencio, aunque viniera del fondo de una botella.

Pero lo que realmente conseguí fue casi matarme. Me subí al auto sin rumbo, sin lógica, sin ganas de volver. Terminé estrellado contra un poste, con cortes en la cara, una costilla fisurada y el cuerpo tan adolorido como si me hubiera pasado por encima una jauría de elefantes. Y, aun así, eso no fue lo peor.

Lo peor vino después… cuando abrí los ojos y entendí que no estaba escapando del dolor. Estaba corriendo directo hacia él. Porque hay algo que el alcohol no apaga, que los golpes no borran, que ni el cansancio silencia…Y es el peso de la culpa.

Sin embargo, en medio del dolor, de la confusión y del zumbido persistente en mis oídos, había algo que no encajaba. Las palabras de la doctora se repetían en mi cabeza una y otra vez, como una maldita contradicción: "Su esposa está hablando con la policía…"

Me quedé inmóvil, aturdido, como si mi mente no pudiera procesar lo que acababa de oír. Un segundo después, la puerta de la sala de emergencias se abrió… y ahí estaba Kelly, mi hermana. Con el rostro descompuesto, el cabello revuelto, los ojos llenos de angustia, furia… y ese amor incondicional que, sinceramente, no creía merecer en ese momento, pero entendía el malentendido de la doctora.

Y seguí, recostado en la camilla, con el cuerpo adolorido y la cabeza a punto de estallar, mientras ella entraba como una tormenta.

—¡Mierda, Bobby! —estalló, plantándose junto a mi cama con los brazos cruzados—. ¿En qué demonios estabas pensando para conducir borracho? ¿Dónde quedó mi hermano el centrado?

Cerré los ojos con fuerza. Apreté los dientes. No tenía fuerzas para discutir. No después de todo lo que había pasado. Pero Kelly no iba a callarse. Nunca lo hacía.

—Basta de regañarme, Kelly… —murmuré con la voz ronca, quebrada—. Ya tengo suficiente con la culpa que me consume como para seguirte escuchando.

Ella no se movió. Me miró fijo, clavando los ojos en los míos, y respiró hondo como si intentara mantener el control. Su voz se quebró apenas cuando dijo:

—Claro que me vas a escuchar. Porque no tienes idea de lo que sentí cuando me llamaron. Pensé que te habías matado. —Su voz se hizo más baja, más rota—. No sabes lo que fue imaginarte muerto, sin poder hacer nada. No sé ni cómo no me quebré en el auto camino aquí…

Vi cómo sus ojos se humedecían, cómo luchaba por no romperse. Se pasó una mano por el vientre con un gesto inconsciente, buscando serenarse, y entonces, en medio de esa tensión, solté con un suspiro y un intento de ironía:

—¡Diablos…! El embarazo sí que te tiene sensible. Pobre Matthew, lo que debe aguantarte…

Ella frunció el ceño, pero no respondió. Me conocía demasiado bien. Sabía que ese comentario era solo una forma de protegerme del abismo que se abría bajo mis pies.

—¿Eso es todo lo que vas a decir? —soltó con decepción, cruzando los brazos otra vez—. ¿Después de estrellarte, después de hacerme pasar por esto?

Sentí cómo sus palabras se clavaban en mi pecho. Suspiré. Bajé la voz.

—Sácame de aquí, Kelly… Quiero ir a casa. Tal vez… pensar en visitar la tumba de Selena.

Ella negó con la cabeza de inmediato, como si esa idea fuera lo peor que pudiera ocurrírseme.

—¿Para qué? ¿Para seguir martirizándote? ¿Para revolcarte en la culpa una vez más? Ni lo pienses.

—¿Entonces qué quieres que haga? —alcé un poco la voz, aún sin mirarla—. ¿Que salga, que me distraiga, que me olvide como si nada?

—Exactamente —me dijo con firmeza—. Distráete. Conoce a alguien. Como la doctora que te atendió… amable, inteligente, hermosa. Tu tipo de mujer.

Me giré para verla. Dolido. Confundido. Incrédulo.

—Estás loca… Acabo de enterarme de que mi esposa está muerta y pretendes que actúe como si no me importara.

—No, Bobby —susurró entonces, y su tono cambió, más bajo, más triste, como si cada palabra le pesara en el pecho—. No te digo que no te importe… te digo que ya no puedes hacer nada por ella. No puedes traerla de vuelta. Y tampoco puedes seguir castigándote.

Me quedé callado. Sentí un nudo en la garganta que no me dejaba tragar. El corazón me latía lento, como si cada latido doliera. Ella se inclinó hacia mí, con manos temblorosas me acomodó la sábana como si pudiera aplacar mi dolor con ese simple gesto...

—No te pido que la olvides —continuó, con los ojos vidriosos pero firmes—. Solo que no te olvides de ti. La vida no se detiene por nadie, Bobby. Es injusta, cruel, sí, pero también te da nuevas oportunidades… si te atreves a mirarlas. No sigas huyendo. No sigas viviendo entre cenizas.

Tragué saliva con dificultad. La miré por unos segundos.

—¿Lo dices por Matthew?

Ella ladeo la cabeza, sin responder, pero no hacía falta. Su historia con Matthew no fue un cuento de hadas, aun así, tenían un nuevo comienzo y un hijo en camino.

—Lo digo porque no es bueno seguir arrastrando un pasado que duele, que no puedes cambiar. Entonces lo que toca es levantarte y recoger los pedazos que quedan de ti…

La observé en silencio. La voz de Kelly, su mirada, su postura… todo era diferente.

—Nunca te había escuchado hablar así —dije finalmente, sin rastro de burla—. Supongo que cambiaste. Como todos.

Ella sonrió, apenas con nostalgia.

Al final, me dieron el alta al día siguiente. El médico fue claro, pero más clara fue Kelly: si no guardaba reposo, llamaría a papá. No bromeaba. Incluso se jactó de haber hecho malabares para evitar que la policía me arrestara por daño a la propiedad. Aunque la conozco bien… seguro movió un par de contactos, chantajeó a alguien con su carita de embarazada y resolvió todo a su manera.

Así que terminé como un reo en mi propio pent-house, rodeado de recuerdos que me mordían los talones. El perfume de Selena aún colgaba de las cortinas, sus libros seguían ordenados en la repisa. Cada rincón tenía su voz, su risa, su ausencia. Y esta noche, no pude más.

Me dije que no me iba a dejar tragar por la culpa ni por esa soledad que ya se sentía como segunda piel. En cuanto Kelly y Matthew salieron por la puerta, tomé mi abrigo, bajé por el ascensor y salí a la calle. Subí al primer taxi sin destino.

—¿A dónde lo llevo? —preguntó el chofer, mirándome por el retrovisor.

—No lo sé… solo maneje. Cuando vea un lugar que parezca olvidado por el mundo, me deja ahí.

Después de un rato, el taxi se detuvo frente a un bar pequeño, medio escondido entre locales cerrados. Bajé, caminé sin pensarlo demasiado y empujé la puerta. Adentro, el aire olía a madera vieja, a cerveza y a una nostalgia tibia. La música no era demasiado fuerte, las luces eran tenues, y el murmullo general tenía ese ritmo lento de los que no tienen prisa por volver a casa.

Fue entonces que vi a Violet Clapton, la doctora que me atendió después del accidente, sentada sola en la barra. El cabello suelto cayéndole sobre los hombros, la mirada clavada en la servilleta que giraba entre sus dedos como si en ese gesto encontrara algo de control.

Y no sé qué me impulsó a acercarme. Tal vez las palabras de Kelly: “Conoce a alguien, sal, respira”. O tal vez esos ojos, tan jodidamente humanos, que me desconcertaron desde la sala de emergencias. Así me senté a su lado. Y antes de darme cuenta, ya estaba hablando. Con sinceridad, demasiada, quizá. Porque a veces es más fácil confesarlo todo a una desconocida que no te juzga, que no sabe tu historia completa.

Y ahora el silencio reina entre nosotros, pero no es incómodo. Es ese tipo de silencio que se instala cuando dos personas han bajado la guardia y están decidiendo qué hacer con la vulnerabilidad que flota en el aire.

—Hay más razones para estar en un bar que solo olvidar o emborracharse —dice de pronto Violet, sin mirarme, mientras hace girar el vaso vacío entre sus dedos.

Su voz me toma por sorpresa. Es firme, pero baja, como si hablase más consigo misma que conmigo.

—¿Ah, sí? —respondo, apoyando los antebrazos en la barra, sin quitarle los ojos de encima—. Ilústrame, por favor.

Ella suelta un suspiro, casi imperceptible, y se encoge de hombros.

—Mi amiga me arrastró hasta aquí por una cerveza, y ahora es el centro de atención de todos esos internos hormonales —dice, con una sonrisa cansada.

Sigo su mirada. Veo a una mujer rubia riendo a carcajadas rodeada de un grupo de jóvenes residentes.

—¿Y tú? ¿Vienes buscando diversión? —pregunta, girando hacia mí con interés.

—Yo... no lo sé —murmuro, bajando la vista al vaso en mi mano, casi vacío—. Supongo que busco algo que no me recuerde que el mundo se me vino abajo hace una semana.

Ella me observa en silencio. La veo fruncir apenas el ceño, como si intentara adivinar qué tan rota está mi historia. Me lanza una mirada rara, incómoda, como si recordara algo.

—¿Te pasa a menudo eso de contarle cosas personales a una extraña? —pregunta, con una media sonrisa.

—Solo cuando la extraña ya me vio con la cara partida y llorando por morfina —digo, devolviendo la sonrisa con un deje de ironía.

—Tienes un punto —responde. Y por primera vez, noto que baja un poco la guardia.

Y entonces, como si el ambiente se cortara de golpe, una voz masculina irrumpe con tono engreído:

—Violet —dice un hombre de voz grave—. No esperaba encontrarte en un bar… pero definitivamente la noche acaba de mejorar.

Ambos giramos la cabeza. Un tipo corpulento, de unos 37 años, camisa ajustada, barba perfectamente recortada. Sonríe con esa seguridad desagradable que viene de saberse atractivo y necesario. Sus ojos recorren a Violet con descaro, como si le perteneciera.

Violet cambia por completo. Se tensa, su sonrisa desaparece.

—Hola, Galvin —responde, intentando sonar neutral—. Solo vine un rato, ya estaba por marcharme.

—No puedes irte justo ahora —dice, acercándose—. Vamos a una mesa. Quiero hablar contigo… sin interrupciones.

Ella titubea, da un paso hacia atrás, incómoda. Me lanza una mirada rápida, casi pidiendo auxilio.

—Eh… es que yo…

Me levanto. Saco unos billetes del bolsillo, los dejo con calma sobre la barra. Me acerco a ella sin dudarlo. Apoyo una mano firme en su hombro. Ella gira hacia mí, y le hablo sin apartar la vista de Galvin.

—Amor —digo con tono tranquilo, pero claro—, ya pagué la cuenta. ¿Nos vamos?

Violet se queda callada un segundo. Me observa. Luego, como si algo dentro de ella se aflojara, asiente con una sonrisa suave que apenas curva sus labios.

—Sí… claro. Gracias.

Galvin se queda congelado. Nos observa con la mandíbula apretada. Pero no dice nada más.

Salimos juntos. La puerta del bar se cierra tras nosotros con un golpe sordo. Afuera, la noche es densa, el aire fresco. Caminamos en silencio unos metros.

—Gracias por salvarme de mi compañero —dice finalmente, con la mirada fija en el suelo, mientras camina a mi lado—. Es de esos doctores que se creen irresistibles, con un ego del tamaño del edificio… En una palabra: insoportable.

Su tono suena entre fastidiado y avergonzado. Evita mirarme, como si le costara admitirlo.

—No fue nada —respondo, encogiéndome de hombros—. Tampoco me debes explicaciones.

Ella asiente, pero no dice nada más. Caminamos en silencio hasta que, justo al llegar cerca del estacionamiento, se detiene de golpe. Yo freno unos pasos más adelante. La escucho trastear con sus llaves y, cuando me doy vuelta, me está observando. Tiene una expresión indecisa, como si dudara entre hablar o seguir caminando.

—Supongo que no trajiste tu auto —dice, haciendo girar las llaves entre los dedos—. Si quieres, puedo llevarte a tu casa… o… no sé, tal vez tienes otros planes.

Su tono es neutro, pero hay algo en sus ojos que no lo es. Tal vez una pizca de curiosidad, o quizás empatía. O solo cortesía. No lo sé y por primera vez no tengo una respuesta clara.

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