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Lo que no estaba en los planes (3era. Parte)

La misma noche

New York

Violet

En la medicina nos remitimos a los síntomas, hacemos análisis, ecografías, y con base en eso decidimos el tratamiento, el camino a seguir. Hay respuestas, hay lógica, hay pasos claros. Pero en la vida real... nada es tan simple. A veces ni siquiera sabemos lo que queremos. Nos debatimos entre lo que dicta la cabeza y lo que grita el corazón. Y en ese ruido confuso, intentamos avanzar.

Aun así, aprendemos a observar las señales. Algunas son tan sutiles que apenas las notamos. Otras nos golpean de frente y nos sacuden. Y aunque la herida aún escuece, aunque el miedo sigue ahí, una parte de nosotras —la más viva, la más necia— nos empuja a seguir. A no quedarnos atrapadas en el pasado.

Porque no se puede vivir huyendo para siempre. En algún momento, hay que arriesgarse. Aunque sea con cautela. Aunque el cuerpo recuerde el dolor. Aunque el alma tiemble.

Entonces, sin certezas, sin garantías, nos lanzamos otra vez a eso que llaman vivir. A veces por sexo. A veces por compañía. A veces esperando, en el fondo, encontrar amor. Porque tal vez, solo tal vez... esta vez valga la pena.

Y supongo que esa fue la razón por la que no hablé de Ethan. ¿Para qué? ¿Para repetir que estoy tratando de olvidar, de dejar atrás un pasado que aún me pesa mientras me siento en la barra de un bar? No. Preferí una respuesta ingeniosa para el galán que se sentó a mi lado, algo que rompiera la tensión sin abrir las heridas.

Pero después... no sé. Hubo algo en su sinceridad que me desarmó. No fue una frase seductora, fue más bien ese tono bajo, ese aire cansado pero firme, como si entendiera —de verdad— lo que es el dolor. Como si llevara el suyo a cuestas y, aun así, supiera que debe levantarse. Me sentí reflejada de una manera absurda, como si él estuviera hablando por mí sin saberlo.

Y justo cuando empezaba a relajarme, apareció el imbécil de Galvin, arruinando mi noche con esa mirada descarada que me recorrió de pies a cabeza como si tuviera derecho. Qué ganas de mandarlo al demonio. Y encima, con su típica invitación disfrazada de cortesía para beber “como compañeros”. Como si no supiera lo que realmente quería. El problema es que no podía soltarle una excusa sin arriesgarme a ganarme un enemigo en el hospital.

Menos mal que Robert me salvó del acoso con ese aire tranquilo y decidido. Me sacó del apuro sin alardes, sin dramatismo. Lo lógico hubiera sido darle las gracias y subirme a mi auto. Pero terminé diciendo más de la cuenta, y hasta le ofrecí llevarlo a casa. ¿Cortesía? ¿Instinto? ¿O tal vez porque, por primera vez en mucho tiempo, me sentí bien conversando con un hombre?

Y ahora estoy aquí… parada frente a la puerta de mi auto, con las llaves apretadas entre los dedos y el corazón latiéndome fuerte en el pecho. Siento un nudo en la garganta. No sé si acabo de hacer el papel de tonta… o el de una mujer desesperada.

Él está ahí, de pie a un par de pasos, sin decir nada. Su silencio pesa. Me atraviesa.

Trago saliva. El aire entre nosotros se espesa. Mis labios se separan en un impulso, como si mi voz se adelantara a mi juicio.

—¿Sabes qué? —digo con una risa forzada, como para romper el hielo— Olvídalo. No quiero que pienses que estoy… dándote órdenes ni nada por el estilo. Eso de llevarte a casa fue una cortesía, no una trampa. Supongo que sería lo lógico, considerando tus costillas… pero da igual.

Me encojo de hombros y evito su mirada, sintiéndome más ridícula con cada palabra.

—¿Puedes dejar de hablar un segundo y escucharme? —dice él, con esa voz grave, suave, casi un susurro.

Me congelo.

Levanto la vista despacio y me topo con sus ojos. Están clavados en mí… serenos, atentos. Siento que me están mirando de verdad, y no solo por fuera.

—Lo siento —susurro, nerviosa. Me paso una mano por el cabello y río con vergüenza—. Es que no hago esto muy seguido…

Él ladea un poco la cabeza. Me observa. No dice nada, pero en sus ojos se dibuja una media sonrisa.

—¿Lo estoy haciendo de nuevo, verdad? —pregunto, con un hilito de voz.

Él asiente. Lento. Casi divertido. Pero sin burlarse. Solo… dulce.

—Un poco —responde, y sus labios se curvan apenas.

Yo me rio. Baja, sincera, entre aliviada y torpe.

Él se cruza de brazos con cuidado, como protegiéndose el costado. Luego da un paso hacia mí. La distancia se acorta.

—Primero… quiero aclarar algo —dice, con voz firme, sin quitarme la mirada—. No estoy casado, como creíste en el hospital. La mujer embarazada es mi hermana menor, Kelly.

Eso ya lo sabía, pero es mejor que lo mencione.

—Así que sí —continúa, más suave, con un dejo de humor—, me encantaría subirme a tu auto. Pero no para que me dejes en casa como si fuera un adolescente atrapado que se escapó por la ventana.

Lo miro, entre incrédula y divertida, sin saber si reírme o fingir que sigo confundida.

—Más bien… —añade con una sonrisa más clara— estaba pensando que podríamos comer algo. No sé… un helado o un postre. Lo que quieras.

Hace una pausa. Mira hacia el costado, como buscando en la memoria algo que lo hizo feliz. Luego, me vuelve a mirar, esta vez más directo.

—Hay un lugar no muy lejos donde sirven unas tartas de frambuesa espectaculares. Deberías probarlas. ¿Vamos?

Abro la boca, pero no sale nada al principio. Él ya me abrió la puerta del auto, con esa calma suya, como si no estuviera apurando nada, como si pudiera esperar toda la noche.

Sus ojos, claros, me sostienen.

—Tarta de frambuesas… —repito en un murmullo, sonriendo de lado mientras me acomodo un mechón tras la oreja—. No suena nada mal.

Y entonces asiento, y sin decir más, subo al auto del lado del conductor. Y de pronto, la noche ya no pesa tanto.

Una hora más tarde

Supongo que después de mucho tiempo estoy disfrutando de la compañía de un hombre en algo que se parece bastante a una cita. Pero con Bobby todo fluye con una facilidad inquietante. Me río sin darme cuenta, sin forzar nada. Entre bromas, anécdotas y verdades a medias, me descubro sonriendo como una tonta… una sonrisa real, de esas que no me nacían hace mucho.

Pero cuando dejamos la cafetería, los nervios vuelven como un eco incómodo.

Y aquí estoy… otra vez parada frente al auto, con las piernas temblándome como gelatina, el estómago hecho un puño y los latidos tan disparados que creo que pueden oírse desde la otra esquina.

Él sigue hablando, despreocupado, con esa voz cálida que me acaricia más de lo que quisiera admitir.

—Con esa cara de niño bueno no vas a conseguir que te quite el castigo… —bromea, pero me cruzo de brazos para no mostrar lo nerviosa que estoy.

Él suelta una carcajada suave y continua.

—Entonces le digo a la profesora: ¿y con un vuelo al Caribe gratis, sí? —me guiña un ojo, divertido—. La mujer llamó a mis padres de inmediato, claro.

—¿Y te castigaron? —pregunto, mordiéndome el labio para no sonreír más de la cuenta.

—Nada que ver —habla encogiéndose de hombros con ese aire pícaro que me enciende—. Mi padre me dijo que había negociado mal.

Carraspeo. Fingir que todo esto no me afecta se vuelve cada vez más ridículo. Miro el reloj de mi muñeca, solo para distraerme. No hay nada que ver. Solo la hora exacta en la que empiezo a perder el control.

—Es un poco tarde… debería marcharme —susurro, más por defensa que por convicción.

Pero él no retrocede. Todo lo contrario. Acorta la distancia. Me envuelve. Su cuerpo queda frente al mío, tan cerca que siento el calor que emana, su perfume varonil y su aliento en mi rostro.

Me acorrala sin tocarme, sin violencia. Solo está ahí, fuerte, seguro, intenso.

Sus ojos buscan los míos con calma y deseo. No hay palabras. Solo ese silencio denso, húmedo, que me hace contener el aliento. Y entonces… me besa.

Su boca roza la mía apenas, como una pregunta sin voz. Es un beso suave, pero cargado de intenciones. Lo siento tantear, como si estuviera descifrando qué tan hondo puede llegar. Y cuando lo entiende, se adueña de mí.

La suavidad da paso a algo más carnal. Más real. Su lengua encuentra la mía, y el mundo simplemente… se detiene. Sus labios me devoran como si me conocieran desde siempre, como si hubieran esperado una eternidad para esto. Y yo respondo con la misma necesidad, la misma hambre, sin vergüenza. Mis manos se aferran a su camisa, tironean de ella como si me faltara el oxígeno y él fuera mi única salvación.

Siento sus dedos en mi espalda, su tacto decidido, urgente. Suben por mi cintura, bajan con descaro hasta encontrar mis caderas. Se detienen ahí, por un segundo apenas, como preguntando si puede. Y yo, en lugar de detenerlo, me pego más a él, como si mi cuerpo le estuviera rogando que no pare.

Gimo suave en su boca, sin poder evitarlo. Es tan instintivo, tan físico, tan mío. Su mano se desliza más abajo, sujetándome por las nalgas con firmeza, haciéndome chocar contra él. Siento su erección, dura, directa, sin esconderse. Y algo dentro de mí se enciende como una chispa que corre por mis piernas, se instala entre ellas y me estremece entera.

Mis rodillas flaquean. Me derrito. Me muerdo su labio inferior, apenas. Él reacciona con un gruñido contenido, como si estuviera al límite.

Se aparta lo justo, su frente apoyada en la mía, ambos respirando agitados, con las bocas húmedas y temblorosas.

—Violet no quiero que esto acabe todavía —susurra, ronco, con un temblor de deseo que me perfora.

Lo miro. No puedo hablar. Siento la piel caliente, los muslos apretados, los labios hinchados. Estoy latiendo.

—Hay un hotel a una cuadra… —añade con cautela, mirándome con respeto, pero sin ocultar lo que siente—. No es un plan premeditado… pero si tú quieres… si tú también…

No me presiona. Me lo ofrece. Y eso lo hace aún más tentador. Mi corazón late en mi garganta. Estoy a punto de decir que no. Porque sé que esto puede descontrolarse. Porque no sé si estoy lista para estar con otro hombre, porque tengo miedo, pero su mirada… mi cuerpo… el beso…me tienen indecisa.

 

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