Subieron al vehículo. Nadie dijo una palabra. Sólo el rugido del motor se mezcló con la respiración de los hombres, cargada de furia y de una urgencia insaciable por justicia… o de venganza.
—¿Dónde vive? —preguntó Dante, sin apartar la vista del parabrisas.
—A solo 10 calles de aquí —respondió Alonzo.
—Entonces vamos —murmuró Dante, cerrando los ojos por un segundo—. Esta noche… no me detendré hasta tener a mi mujer de vuelta.
La ciudad no lo sabía aún, pero algo se había desatado. Y no era sólo un mafioso furioso. Era un hombre roto, que ya no tenía miedo a perderlo todo. Porque ya se lo habían arrebatado.
Y el mundo… temblaría ante él.
El rugido de la camioneta se fundía con el murmullo lejano de la ciudad dormida.
Dante iba en el asiento del copiloto, con el rostro encendido por la furia que se alimentaba de su silencio. Alonzo conducía con la precisión de quien ha manejado hacia la muerte muchas veces.
En los asientos traseros, los tres hombres que los acompañaban mantenían las