La brisa suave de la noche se colaba por los ventanales abiertos del comedor. La casa, amplia, segura, casi sagrada después de todo lo que habían vivido, vibraba con una paz extraña, como si al fin, después de días de heridas, explosiones y secretos, se permitiera respirar en calma.
La mesa estaba servida con platos italianos tradicionales: pasta al horno, vino tinto, pan recién hecho y risas. Muchas risas. Dante, de pie con una copa en la mano, estaba relatando con tono burlón cómo Giuseppe casi se había desmayado cuando vio a Bianca empuñar un arma. Bianca, con una ceja alzada y una sonrisa letal, se limitó a responder que si fuera por ella, ya sería jefa de un clan.
—Yo nací para mandar, no para asustarme —añadió, guiñandole el ojo a Alonzo, que la miraba como si el mundo girara en torno a ella.
Aurora rió, con las mejillas encendidas por el vino y por la calidez de la noche. Vestía un vestido de lino claro que le dejaba los hombros al descubierto, el cabello suelto y los ojos más