Dante no necesitó levantar la voz. Un leve ademán con la cabeza bastó para que dos de sus hombres se acercaran, firmes como sombras leales.
—Llévenlo a los calabozos —ordenó sin miramientos, refiriéndose al magistrado que aún temblaba entre sollozos.
—¡Señor! ¡Señor, por favor! —gritó el magistrado, sus palabras atropelladas por el miedo —. ¡Me tenían amenazado! ¡Me juraron que matarían a mi familia si no firmaba esa orden! ¡Yo no quería hacerlo, lo juro!
Alonzo dio un paso hacia él, colocándole una mano en el hombro con fingida empatía. Sus ojos brillaban con una mezcla de desprecio y piedad, una contradicción que parecía arderle en las venas.
—No te preocupes, hermano —susurró con voz grave—. Sé que la vamos a encontrar.
Dante apretó la mandíbula con fuerza. Los músculos de su rostro se tensaron tanto que sus pómulos parecían cuchillas bajo la piel.
—Eso espero... —dijo con frialdad —- O de lo contrario, yo mismo me moriré en vida. Si no la encuentro, todo dentro de mi se muere, no