Iré al infierno si es necesario

La mansión de Sicilia vibraba con una tensión invisible, como si el aire se hubiera cargado de electricidad antes de una tormenta.

Las puertas se abrieron de golpe y Dante cruzó el umbral con pasos firmes, casi violentos, seguido de cerca por Alonzo. Su rostro era una máscara de determinación, y sus ojos, dos brasas encendidas que sólo ardían con una idea: proteger lo que amaba, aunque tuviera que bañarse en sangre para lograrlo.

—Vamos a la sala de armas —gruñó Dante, sin mirar atrás.

Alonzo no dijo nada. Lo conocía demasiado bien como para interrumpirlo en ese estado. Caminó detrás de él con el ceño fruncido y el arma lista, sabiendo que si Dante estaba así, era por hoy como todas las veces el surgiría de las cenizas como el ave fénix.

Abrieron la puerta blindada que conducía a una habitación fría, de muros reforzados con acero y estantes llenos de armas. Pistolas Beretta, rifles de asalto, granadas, chalecos antibalas. Una auténtica fortaleza privada escondida bajo la elegancia de
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