Manos vacias

La mansión ardía en un silencio fúnebre cuando Alonzo cruzó las puertas nuevamente. El olor a ceniza, pólvora y sangre flotaba en el aire como un fantasma reciente. Las paredes habían resistido, pero el alma de aquel lugar estaba herida. Y él también.

Subió las escaleras de dos en dos hasta llegar a la biblioteca, el único lugar que Dante consideró seguro para ella. Empujó la puerta lentamente y la vio allí, tendida sobre un sofá, envuelta en una manta, aún inconsciente, con el rostro pálido y una fina línea de sangre seca sobre la frente.

Alonzo se acercó con pasos silenciosos. Se arrodilló a su lado y le acarició lentamente la mejilla con los dedos, retirando un mechón de cabello de su rostro.

—Mierda, Aurora… —susurró con amargura—. ¿Por qué carajo sigo amándote?

Como si su voz la reclamara, ella abrió los ojos poco a poco. Parpadeó varias veces, desorientada. Entonces lo vio. El rostro de Alonzo, duro y noble a la vez, reflejaba un mar de emociones encontradas.

—¿Estás bien? —preg
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