Los disparos retumbaban por cada rincón de la mansión como una sinfonía de guerra. El suelo estaba cubierto de casquillos y sangre, el aire espeso por el humo de los explosivos. Pero aun así, Dante no se detenía.
Con el rostro cubierto de sudor, polvo y sangre, avanzaba entre cuerpos, bajando a los últimos hombres de Vittorio con la furia de un hombre que ya no conocía el miedo.
La rabia le quemaba las entrañas. Aurora estaba herida, Bianca entre los escombros y su casa en ruinas. Y todo por culpa de un solo nombre: Vittorio.
En ese momento, una de las camionetas negras estacionadas cerca del portón principal comenzó a moverse. El motor rugió. El humo de los neumáticos se mezcló con el del incendio. Desde la distancia, Dante reconoció la silueta que subía al vehículo.
—¡No…! —murmuró, con los ojos inyectados en sangre.
Allí estaba él. Vittorio. Con su elegante abrigo manchado de polvo y sangre ajena. Con la máscara de lobo colgando de su cuello y esa expresión maldita de superioridad