El silencio dentro del calabozo era tan denso que cada gota que caía del techo retumbaba como un disparo. Fiorella estaba de pie frente a Dante, el cual seguía encadenado, cubierto de polvo y sangre seca, con el rostro endurecido y los ojos oscuros clavados en ella.
El ambiente era espeso, impregnado de sudor, sangre y rencor. La luz amarilla temblorosa apenas iluminaba las piedras que rodeaban la celda.
Dante ladeó la cabeza y sonrió con desdén.
—¿Por qué no me matas tú, Fiorella? —dijo, con voz grave, provocadora. —Vamos… sé que lo has pensado. Sácame de mi miseria. Hazlo tú misma, si tienes el valor.
Las palabras fueron un golpe directo al orgullo de Fiorella. Se le tensó la mandíbula. Un destello de rabia brilló en sus ojos. Sin pensarlo, giró hacia la pequeña mesa metálica que había en la entrada, donde reposaban algunos utensilios y herramientas oxidadas. Tomó un cuchillo largo, de filo curvo, y sin decir una palabra caminó hacia Dante con pasos firmes y decididos, como si el m