El estruendo de una puerta metálica al abrirse con violencia resonó por toda la bodega subterránea. Vittorio emergió apresurado del pasillo sombrío, sus pasos eran firmes, casi furiosos.
Su rostro estaba surcado por la tensión, los pómulos marcados por la ira contenida. Se ajustó la chaqueta negra sobre los hombros con un movimiento brusco, como si el acto le devolviera el control de la situación. Había olor a humedad, pólvora y sudor.
Uno de sus hombres lo esperaba en el umbral, con la frente llena de sudor. Antes de que pudiera hablar, Vittorio lo encaró con el ceño fruncido.
—¿Quién te informó del ataque a la mansión de Dante? —escupió con rabia contenida.
El hombre tragó saliva, intimidado, pero se mantuvo firme.
—Señor... uno de los miembros del clan lo llamó directamente —respondió con cautela.
Vittorio maldijo. Una vez. Dos. Tres.
—¡Maldición! ¡Ahí está Aurora! ¡Aurora, idiotas! —rugió mientras avanzaba hacia las escaleras, el eco de su voz rebotando por las paredes de piedra.