La noche se tragaba el bosque con su aliento gélido. El crujido de las ramas bajo sus botas y el latido ensordecedor en sus oídos eran lo único que Dante oía mientras avanzaba, la arma en mano, entre árboles retorcidos como garras. Detrás, en otro camino, Alonzo se había separado para cubrir más terreno.
—¡Vittorio! —gritó Dante con la voz rota por la rabia—. ¡Sal de tu escondite, cobarde!!
Un susurro. Un movimiento entre los troncos. El crujido de hojas pisadas. Dante giró de golpe. Lo vio.
A unos metros, la silueta de Vittorio emergió de entre la oscuridad. Su abrigo desgarrado, la máscara de lobo colgando de su cuello, y los ojos encendidos de odio.
—¿De verdad crees que vas a atraparme, maldito? —espetó Vittorio con una sonrisa desquiciada.
Dante no respondió al principio. Solo sonrió, una mueca tensa, salvaje, mortal.
—No vine a atraparte, Vittorio. Vine a matarte.
—¿A matarme? —Vittorio rió, con los ojos brillando de locura —. ¡Seré yo quien te mate a ti, Dante! ¡Tú asesinaste a