Alonzo, cubierto de polvo y con el auricular de comunicación pegado a la oreja, alzó la vista desde el porche.
Estaba organizando el perímetro, colocando francotiradores y dando instrucciones por radio a los hombres apostados en las torres de vigilancia.
—¡Ya vienen! —respondió sin rodeos—. Cuatro camionetas al norte, dos al este. Vittorio no está jugando.
Dante no respondió. Sus ojos oscuros brillaron con furia y determinación. Ajustó el cargador de su arma y giró hacia la escalera de mármol.
—¡Tú ve al oeste! Yo me encargo de la entrada. Nadie entra... nadie.
Mientras tanto, tres hombres del equipo de élite de Dante subían los peldaños de dos en dos. Sus pasos eran firmes, sus miradas duras. Al llegar a la habitación en el segundo piso donde se resguardaban Aurora y Bianca, uno de ellos tocó con fuerza.
—¡Señorita Aurora, señorita Bianca! Tenemos que llevarlas a un lugar seguro. ¡Rápido, por favor!
Dentro, Aurora se irguió al instante. El corazón le latía con violencia dentro del p