La voz entrecortada de Alonzo estalló en el intercomunicador de la biblioteca, sacudiendo a Aurora, quien seguía sentada aún en el sofá. Aurora parpadeó con fuerza, tragando el nudo que se le formaba en la garganta. Levantó el pequeño dispositivo y apretó el botón con manos temblorosas.
—Te copio, Alonzo… estoy aquí… —respondió, con voz firme pero agitada.
Las líneas del horizonte comenzaban a difuminarse con el peso de la noche, y un aire espeso, cargado de tensión, envolvía los campos italianos como una amenaza silente. La voz de Alonzo rompió el silencio dentro del todoterreno blindado que lideraba el convoy.
—Aurora, voy para allá —dijo con firmeza por el intercomunicador, mientras su mirada se mantenía fija en la carretera que vibraba bajo las ruedas a toda velocidad —. Escúchame bien. Hasta que llegue, da órdenes claras a los hombres que dejé contigo. Quiero el perímetro asegurado. Nadie entra, nadie sale.
Del otro lado de la línea, Aurora respiraba con rapidez. Su voz tembloro