Kaen regresó del campo de batalla cubierto de barro y sangre ajena; la victoria aún le vibraba en el pecho como un tambor.
El aullido de la manada se extendió por el claro como un juramento, y por un instante todo fue celebración: colmillos alzados, cuerpos enlazados, la música primitiva de quienes saben que han defendido lo propio.
Sin embargo, en los ojos de Kaen había algo que no se disipaba con la victoria: la severidad de quien recupera lo que le fue arrebatado.
La alegría de la manada encontró en su mirada un matiz grave; él no celebraba la victoria —la registraba, la pesaba— como quien toma nota del costo.
Los miembros de la manada Grey, esos lobos de ojos rojos que habían emergido como sombra en la contienda, se acercaron en formación y se arrodillaron en señal de respeto.
Sus movimientos eran lentos, ceremoniosos; depositaron ante Kaen una reverencia que no buscaba halago sino reconocimiento.
—¡Gran Alfa! —clamaron con voces graves que retumbaron entre los árboles.
El rumor se