La noche había caído con un silencio extraño, demasiado denso para ser natural. El aire olía a tormenta, a hierro y a sangre que aún no había sido derramada. Isabella lo presentía en sus huesos; algo estaba a punto de suceder, algo que cambiaría todo.
De pronto, el silbido cortante de una flecha rompió el aire. Dante apenas tuvo tiempo de girarse antes de que el proyectil se clavara en su costado. Su aullido desgarró la oscuridad. La madera tembló al incrustarse en su carne, pero lo más devastador fue el ardor inmediato del veneno que se expandía por sus venas.
—¡Onagra! —jadeó entre dientes.
Ese veneno, extraído de flores que solo florecían bajo la luna muerta, era temido por todos los lobos. Tenía un único propósito: quebrar la conexión con su poder, doblegar la esencia de su bestia. Dante sintió cómo la fuerza se le escapaba a cada segundo, su cuerpo pesando como plomo.
Se desplomó en el suelo con un chillido de furia y dolor.
Isabella, que estaba a apenas unos pasos, dio un salto h