—¡Dante escapó con los traidores de Iktar! —la voz del vigía vino recortada entre la maleza, corta, como un pedazo de hielo en la garganta—. ¡Está peleando a favor de ellos!
El mundo pareció detenerse. Isabella y Kaen se miraron y en esos ojos se leyó la misma noticia: traición.
La palabra reverberó hasta los huesos de la Luna.
Para Isabella fue un corte en seco; el aire le faltó y la noche se llenó de una sombra que la empujó hacia dentro.
El nombre de Dante cayó como una sentencia: el traidor ahora era fuerza viva al lado de los salvajes. Su pecho apretó, y en su boca nació un sabor metálico.
Kaen se incorporó de un salto, la sangre en sus venas convertido en fuego. Sus mandíbulas se apretaron; la furia le encendió las pupilas.
—Iré, debemos echarlos de la manada —dijo, grave—. No permitiré que mancillen nuestra tierra.
Isabella alzó la voz, rasgada por el miedo que le quemaba el pecho.
—¡Yo también iré! —exclamó—. No te dejaré solo.
Él la detuvo con las manos, firmes, no por desamo