Todos quedaron perplejos.
El silencio que llenó la sala era tan espeso que casi se podía escuchar el palpitar de los corazones.
Los documentos reposaban sobre la mesa del consejo como si fueran brasas encendidas, dispuestos a quemar a quien se atreviera a tocarlos. Nadie se movía, nadie respiraba demasiado fuerte. Era el momento que definiría el futuro de toda la manada.
Los ojos de Dante se clavaron en Isabella con un brillo rabioso, oscuro, como si en ese mismo instante deseara arrancarle la vida.
Su mandíbula se tensó, los músculos de su cuello se marcaron, y cada fibra de su ser emanaba un odio que parecía incontenible.
Isabella, en cambio, se mantuvo firme, su espalda recta, la mirada perdida en el vacío como la de una estatua de mármol.
La miraba con intensidad, no la reconocía; parecía una ciega que no podía ver al monstruo que la deseaba destrozar.
El jefe del consejo rompió el silencio al leer en voz alta las últimas líneas de los documentos.
Sus ojos se ensancharon con horror