Dante fijó sus ojos oscuros en Isabella, y la distancia entre ellos se volvió un abismo cargado de odio. Su voz era un cuchillo disfrazado de susurro, venenosa y cruel.
—Bien —dijo con calma perturbadora—, ¿quieres ser el hazmerreír de la manada, Isabella? Entonces, hazlo. Pero recuerda esto: no vengas a llorar pidiendo piedad cuando estés acabada.
Se inclinó más, tan cerca que ella pudo sentir el roce de su aliento frío contra su oído.
—Ese será tu final, marcado por tu propia soberbia —añadió con malicia.
Isabella no respondió. Su rostro permaneció impasible, pero sus manos temblaron en silencio.
Dante dio media vuelta con arrogancia y se alejó, dejando tras de sí un vacío cargado de amenazas invisibles. Sus pasos resonaron como el eco de una sentencia.
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Kaen e Isabella salieron del consejo en completo silencio.
Afuera, el aire fresco del bosque no alcanzaba a aliviar la opresión que pesaba sobre sus hombros.
Kaen la observó, notando cómo ella sostenía la cabeza en alto, aunque sus