Su respiración se aceleró de manera descontrolada, los labios le temblaban y sus manos parecían frágiles ramas a punto de quebrarse.
La mentira que sostenía la estaba arrastrando al límite, cada palabra que había dicho y cada gesto que había fingido eran un peso que amenazaba con desplomarse sobre ella.
Y ahora, con el filo de aquella daga tan cerca, ya no era solo su piel la que estaba en riesgo: era el secreto que había protegido con uñas y dientes, el único que le daba fuerzas para seguir adelante.
Kaen no apartaba la mirada de ella.
Sus ojos ardían, exigían una reacción que Isabella se resistía a darle.
Era como si pudiera ver más allá de su máscara, como si su lobo supiera leer los temblores de su corazón.
Ella, con todo el coraje que pudo reunir, se mantuvo inmóvil, su mirada perdida en la nada, rogando a la Diosa por no ser descubierta.
La hoja de la daga viajó lentamente por su rostro.
Kaen la guiaba con calma, observándola con una intensidad feroz.
La deslizó sobre su piel pá