El grito desgarrador de Kaelan aún parecía flotar en el aire, suspendido entre los árboles como un eco antiguo. Eira no se movía. Su cuerpo, cubierto de sangre —no toda suya— temblaba, pero no de miedo… sino de ira. Una ira antigua, salvaje y profunda, que le rugía desde el vientre, desde la marca que ardía en su piel como si las llamas de la luna misma la hubieran besado.
La criatura que había intentado matarla yacía a sus pies, irreconocible. Su propia magia, aún descontrolada, lo había reducido a cenizas envueltas en humo rojo. No fue Kaelan quien la salvó. Fue ella.
Fue la sangre.
Kaelan se arrodilló lentamente frente a ella, su pecho subía y bajaba con violencia, y en sus ojos dorados se reflejaba más temor que alivio. No temor por lo que había pasado… sino por lo que había visto.
—¿Qué hiciste…? —susurró, como si tuviera miedo de pronunciar las palabras con más fuerza.
Eira alzó la vista. Por un momento, sus ojos seguían oscuros, como la noche sin estrellas. Luego, parpadearon,