La noche se deslizaba sobre la aldea con una calma engañosa. Las antorchas encendidas lanzaban destellos dorados sobre los rostros serios de aquellos que se habían reunido en la explanada central. Era una noche de espera. De preparación. De despedidas que sabían a destino.
Eira se encontraba de pie frente al altar improvisado, con una túnica tejida con hilos de símbolos antiguos, regalo de las matriarcas. Sus ojos se posaban en Aidan, cuya figura imponente se mantenía firme, aunque la tensión en su mandíbula delataba el torbellino que le revolvía el pecho.
—¿Estás lista? —preguntó él en voz baja, solo para ella.
Eira asintió, pero no respondió. Porque parte de ella no lo estaba. Parte de ella seguía luchando con el peso de la revelación que la ceremonia anterior había traído: que su vínculo con la maldición no era solo espiritual, sino ancestral. Que su linaje había estado implicado desde el inicio, no como víctimas, sino como parte de la llave. Como guardianes de un secreto sellado c