La noche era espesa, húmeda, cargada con el susurro de hojas pisoteadas y respiraciones contenidas. Eira corría. No por miedo… no del todo. Corría por instinto, por supervivencia, por respuestas. A su lado, Aidan se movía con la precisión de un cazador, sus ojos dorados iluminando el sendero invisible entre árboles retorcidos.
—Nos siguen —murmuró él, sin mirar atrás—. Pero no atacan todavía. Solo... observan.
Eira lo sabía. Lo sentía en los huesos. Desde la ceremonia fallida, en la que el sello de su maldición había comenzado a desquebrajarse, presencias desconocidas se deslizaban tras ellos como ecos del pasado. Y no eran del todo humanas. Ni del todo lobos.
—¿Qué son? —preguntó ella entre jadeos, cruzando una raíz serpenteante que casi la hace caer.
—Sombras. Guardianes del pacto original. Custodios de lo que nadie debía tocar —respondió Aidan con un tono amargo—. Y tú lo tocaste, Eira. Tú lo despertaste.
Un escalofrío recorrió su espalda. No era solo la caza lo que los mantenía al