El fuego crepitaba suavemente en el centro del campamento, pero el calor no alcanzaba a disipar el frío que se había instalado en los huesos de Eira. Seguía viendo ese rostro una y otra vez, esa figura que había emergido de la visión como un puñal inesperado. No podía decirlo. Aún no. No sin pruebas, no sin certezas.
Aidan la observaba desde el otro lado del fuego. No había insistido en que hablara, pero su mirada era una mezcla de preocupación y frustración contenida. Sabía que Eira le ocultaba algo.
—¿Has dormido? —preguntó finalmente, rompiendo el silencio.
—Un poco —mintió.
Aidan suspiró y se acercó, sentándose a su lado. Su mano rozó la de ella con suavidad.
—No estás sola, Eira. Sea lo que sea lo que viste… lo enfrentaremos juntos.
Eira bajó la mirada.
—¿Y si lo que vi amenaza con destruir lo que somos?
—Entonces lo enfrentaremos más fuerte. Pero no puedes cargar sola con eso.
Ella dudó, pero no respondió. No aún.
Más tarde, convocó a Neril en privado. Él era uno de los pocos co