La noche cayó densa, envuelta en una bruma helada que no pertenecía a esta estación. Había un silencio que no era natural, como si el bosque contuviera el aliento. Kael se había puesto en guardia desde el atardecer. No dijo nada, pero yo también lo sentí. Una presión en el pecho, un presentimiento que no sabía de dónde venía… o quizás sí.
El bebé, como si compartiera esa misma sensación, no quiso dormir. Sus grandes ojos brillaban como dos luceros llenos de conciencia, y apretaba su manita contra la mía como si temiera que me desvaneciera.
Fue entonces cuando ocurrió. En medio del silencio, una sombra cruzó el límite del refugio. No era un enemigo común. Era alguien que irradiaba una energía antigua, como si no perteneciera del todo a este mundo.
Kael se interpuso entre esa figura y nosotros en un parpadeo, su cuerpo tenso, preparado para todo. La figura no se inmutó. Llevaba una capa desgastada y una mirada que me golpeó en lo más profundo del alma.
—Por fin —dijo el desconocido, sin