Durante siglos, el Alfa Eterno fue una leyenda, un ser inmortal destinado a cambiar el destino de su especie. Pero cuando los humanos lo capturaron y lo encerraron en el laboratorio Delta-7, esa leyenda se convirtió en un experimento. Torturado, estudiado y reducido a una sombra de lo que fue, solo un instinto lo mantenía en pie: la certeza de que su compañera destinada estaba en algún lugar del mundo. Cuando la encontró, no fue en el mundo salvaje, sino entre los humanos. Somali Haudenschild era una científica del laboratorio, ignorante de su verdadera naturaleza. Pero él lo supo en cuanto la vio. Supo que debía reclamarla, protegerla. Y entonces, la perdió. Antes de que pudiera acercarse a ella, Somali fue secuestrada. Un clan enemigo la arrancó de su vida y la llevó al mundo de los lobos, donde la manipularon, la torturaron y la convirtieron en su prisionera. Le hicieron creer que su destino estaba en sus manos. Pero cuando el Lobo Eterno finalmente la encontró, descubrió que el daño ya estaba hecho. Somali no confiaba en él. No confiaba en nadie. Solo tenía un objetivo: venganza. Contra los que la traicionaron, contra los que la rompieron. Y aunque su vínculo con el Lobo Eterno era innegable, el abismo entre ellos crecía. Ahora, él deberá enfrentar la batalla más difícil de todas: no solo reclamar a su compañera, sino también salvarla de sí misma… antes de que sea demasiado tarde.
Leer másEl Laboratorio Delta-7 no era un sitio común. Oculto en las profundidades de la ciudad humana, bajo toneladas de concreto y acero, albergaba uno de los secretos mejor guardados del mundo: el lobo inmortal.
Los científicos no conocían su nombre, solo lo llamaban Sujeto Alfa. No sabían que no era solo un lobo, sino una criatura más antigua que sus propias civilizaciones.
Los guardias del laboratorio se jactaban de haber atrapado a la bestia más peligrosa de la historia, el lobo de la leyenda, el Alfa eterno, el salvador de su especie. Pero en lugar de liderar a su pueblo, ahora yacía en una habitación de cuatro paredes blancas, sometido a pruebas que lo destruían una y otra vez… solo para verlo sanar, solo para comprobar lo que ya sabían: no podían matarlo.
El frío de la habitación era insoportable y el hedor a sangre y pólvora impregnaba el aire. En el centro, sujeto con cadenas de acero reforzadas con plata, yacía el lobo de la leyenda.
Su pelaje dorado estaba cubierto de llagas abiertas, cicatrices que, aunque se cerraban rápidamente debido a su inmortalidad, volvían a desgarrarse con cada nueva prueba. Habían intentado de todo: balas bendecidas, fuego, venenos, desmembramientos, entre otras cosas. Pero, aunque lo mutilaran, aunque lo redujeran a un amasijo de carne destrozada, siempre se regeneraba.
La puerta se abrió con un chirrido metálico y entró un grupo de científicos y militares con batas blancas. Por su parte, la Dra. Somali Haudenschild, graduada de una de las mejores universidades del país, con estudios en maestría y doctorado, observaba la escena detrás del vidrio que la separaba de aquel cuarto. Hasta entonces, nunca había tenido contacto directo con el lobo eterno. Tenía el deber de analizar las pruebas como investigadora de campo, pero desde la distancia.
El científico principal, un hombre de nombre Henry, con ojos fríos y una cicatriz en la mejilla, se cruzó de brazos frente a la criatura.
—Hora de la siguiente prueba.
Uno de los investigadores de campo, colega de Somali, asintió y sacó una jeringa llena de un líquido oscuro. La aguja perforó el grueso cuello del lobo sin resistencia. Somali observó con el estómago revuelto cómo el veneno se extendía por su cuerpo, pero el lobo no se movió.
Sin embargo, minutos después, su respiración se volvió irregular. Sus músculos se tornaron rígidos y su hocico se abrió en un gruñido gutural. Sus garras arañaron el suelo, y sus ojos, dorados como el sol, buscaron a los presentes.
Somali sintió un estremecimiento cuando la mirada del lobo se posó en ella. No fue una mirada vacía ni animal. Fue una mirada consciente. El lobo no podía verla a través del vidrio ya que de su lado estaba polarizado, pero Somali sí podía verlo a él.
—¿Cómo puede seguir con vida después de todo esto? —preguntó uno de los militares, con voz entre la fascinación y el horror.
—Como le he comentado, no puede morir. Lleva meses aquí y le hemos hecho de todo, pero sencillamente la muerte huye de él —respondió Henry, sacando un arma y apuntando al lobo—. Pero eso no significa que no pueda sentir dolor.
Disparó.
La bala de plata impactó en la frente de la criatura y esta murió al instante. Sin embargo, después de unos minutos, la herida empezó a cerrarse y su cuerpo se sacudió con violencia, volviendo de la muerte otra vez.
Somali apretó los dientes, tratando de no dejarse llevar por su impulso de querer detenerlo todo. Había visto este espectáculo incontables veces. Sabía que el lobo se curaría en cuestión de minutos, pero la brutalidad seguía pareciéndole inhumana.
Segundos después, el científico bajó el arma con una sonrisa de satisfacción.
—Continúen con las pruebas. Quiero saber hasta dónde podemos llevarlo.
Los militares salieron de la habitación para entrar al cuarto donde estaba Somali, con el propósito de ver al lobo a través del vidrio, y dejaron a los investigadores encargados de estudiar la regeneración del lobo.
Somali era una doctora muy capaz, aunque todavía trabajaba como investigadora de campo. Meses atrás, tenía el propósito de ascender a otro puesto algún día, ya llevaba tres años trabajando allí y tenía esperanza de que lo consideraran. Pero, a esas alturas, no sabía si estaba dispuesta a seguir soportando todo lo que veía.
De pronto, la mujer escuchó a un par de investigadores que continuaban dentro del cuarto.
—Carga lista. Disparen.
El comando se dio sin emoción. Solo otro día en el laboratorio, solo otra prueba en la interminable tortura del Sujeto Alfa.
El eco del disparo retumbó en la cámara de pruebas. La bala, diseñada con la más alta tecnología militar, perforó su piel endurecida, rasgó carne y destrozó parte de su costado. Su cuerpo se estremeció y su respiración se cortó por un breve instante.
Luego, la herida comenzó a cerrarse.
Primero, la sangre dejó de brotar. Luego, los tejidos desgarrados se unieron de nuevo, como si un hilo invisible cosiera su carne. No quedaba cicatriz. No quedaba evidencia de la herida.
—¿Vieron eso? —Henry sonrió, deleitándose en la visión de lo imposible—. No importa cuántas veces lo matemos, siempre regresa.
Los militares que observaban desde sus posiciones se removieron inquietos. No importaba cuántas veces lo presenciaran: la regeneración del lobo era algo que desafiaba toda lógica, algo antinatural.
Mientras tanto, allí, en el centro de la cámara, el Sujeto Alfa permaneció encadenado. Humillado.
Somali, por su parte, sintió un nudo en la boca del estómago.
Había anhelado tanto un puesto superior en ese laboratorio, pero ya ni siquiera sentía que perteneciera a ese ambiente tan sanguinario. Era una laboratorista, no una carnicera. Se había unido al equipo con la esperanza de trabajar en el desarrollo de curas, en la exploración de la biología avanzada… pero lo que estaba presenciando no era ciencia. Era tortura.
De pronto, su mirada se deslizó hasta el lobo de pelaje dorado. Este alzó la cabeza, dejando al descubierto sus ojos. No había súplica en ellos, no había miedo. Solo odio.
Un odio antiguo. Un odio que se había acumulado por siglos de persecución, traiciones y masacres. Era un recordatorio de lo que los humanos habían hecho. Un recordatorio de lo que algún día él haría. Sin embargo, Somali pensaba que sus demás compañeros y sus jefes no podían darse cuenta de ese odio en sus pupilas. Solo ella.
—Dra. Haudenschild —la voz de Henry la sacó de su trance—. Tome los registros de regeneración.
Ella parpadeó, alejándose de esos ojos dorados que la quemaban.
Asintió con rigidez y caminó hasta la consola de control, obligándose a moverse, a actuar como si nada dentro de ella se hubiera roto.
Sus dedos teclearon sobre la pantalla digital, revisando los datos. Cada vez que lo herían, la regeneración seguía el mismo patrón. No importaba si le arrancaban un pedazo de carne, si le disparaban a quemarropa, si lo dejaban sangrar en el suelo por horas. Su cuerpo se reparaba como si el daño nunca hubiera existido.
Los números lo confirmaban.
—Su capacidad de regeneración sigue intacta —reveló Somali, a lo que tragó saliva. Ninguna arma. Ningún veneno. Ningún desmembramiento. Nada acababa con su vida.
Él era realmente inmortal. Y Somali empezó a preguntarse… Si algún día sería él quien los observará a todos desde arriba.
El bosque de Varhallow amanecía cubierto por un velo de neblina suave, los árboles se mecían con ligereza, murmurando entre sus ramas como testigos antiguos del momento que se avecinaba. Somali llevaba varios días sintiendo cambios en su cuerpo. La vida que crecía dentro de ella había estado avisando con pequeños empujes, con una calma distinta a la de su primer embarazo. No hubo episodios alarmantes, ni signos de agotamiento, ni conexiones peligrosas entre su poder y el bebé. Esta vez, todo había sido humano, orgánicamente natural. Ella misma sentía que su cuerpo había sido bendecido por una tregua, como si su esencia hubiera aprendido, en esta segunda gestación, a dejar de luchar contra sí misma.Ese día, al despertar, lo supo. No porque el dolor la invadiera de forma brusca, como cuando trajo al mundo a Iván, sino porque su cuerpo parecía haberse preparado con suavidad. Era un aviso paciente, como si su vientre le hablara y le dijera “es hoy, ya es hora”.Dorian se encontraba en e
La tarde comenzaba a enfriar con la brisa del bosque que se colaba entre los árboles, arrastrando hojas secas que bailaban sobre la hierba. El cielo, cubierto de tonos cálidos y naranjas, se iba tiñendo de lavanda.En ese momento, Iván regresaba corriendo entre los arbustos, todavía con el cuerpo vibrando de emoción tras el entrenamiento que había tenido con Dorian. Llevaba el cabello rubio alborotado, la frente sudada, y una chispa de energía viva en sus ojos.Somali lo observaba desde el umbral de la casa, con las manos cruzadas sobre su vientre. Aún no se lo había dicho a Iván, y aunque quería esperar un poco más, Dorian la había animado a compartir la noticia con él. Su hijo era inteligente, observador, y tenía derecho a saberlo. Era parte de la familia, después de todo, y nada les emocionaba más que imaginar su reacción.Cuando Iván la vio, sonrió con toda la fuerza de su alegría. Corrió hasta ella sin detenerse, abrazándola con la misma ternura con la que siempre lo hacía, como
La noticia había sido inesperada. Somali lo había dicho con ternura y nerviosismo, esperando quizá ver en Dorian el mismo fulgor que brillaba en sus propios ojos. Pero no fue así.Dorian guardó silencio.Ella lo observó con atención. Conocía cada una de sus expresiones, cada pliegue de su rostro, y algo en su mirada la dejó inquieta.—No te ves feliz —le había dicho.Dorian se puso de pie, sin saber muy bien qué hacer con su cuerpo. Caminó un par de pasos por la habitación, pasando una mano por su nuca, manteniendo los hombros rígidos. Finalmente, se detuvo frente a una de las ventanas que daban al bosque, pero no miraba el paisaje. Sus ojos estaban lejos, atrapados en recuerdos que aún no podía soltar.—No es eso —manifestó—. No quiero que pienses que no quiero tener hijos contigo. Nada me haría más feliz que verte rodeada de ellos… escuchar sus risas, verlos correr a tu alrededor. Me encanta esa idea. Me emociona imaginar un futuro así, lleno de vida, de pequeñas almas con tu luz.H
El sol se filtraba a través de las copas de los árboles, arrojando destellos dorados sobre el suelo del bosque. Las sombras se estiraban con la brisa, y el aire olía a tierra húmeda y a hojas vivas. Dos figuras lobunas surcaban el bosque con fuerza y gracia: Dorian, con su pelaje dorado como la luz del sol, y su hijo Iván, del mismo color.Corrían uno al lado del otro, saltando sobre troncos caídos, esquivando ramas con la agilidad que solo los de su especie poseían. Iván tenía quince años y había demostrado ser rápido, atento y determinado. Su respiración era rápida pero constante, y sus patas apenas tocaban el suelo antes de impulsarse hacia el siguiente salto.—¡Allí!—gruñó Dorian telepáticamente, como lo hacían en su forma lobuna. Iván siguió la dirección indicada y se lanzó hacia una liebre que corría a toda velocidad. En un instante la alcanzó, y sin dañarla demasiado, la atrapó entre sus colmillos. Luego la dejó caer suavemente sobre la tierra.Dorian se transformó primero, con
Los días de dolor y lucha quedaron atrás, pero sus huellas aún eran visibles en la memoria de todos. Después de la cesárea, de los momentos críticos donde la vida de Somali y su hijo Iván pendieron de un hilo, la manada entera parecía respirar con más tranquilidad.La recuperación no fue rápida, ni sencilla. Fue un proceso largo, marcado por silencios, miradas llenas de incertidumbre y, finalmente, sonrisas genuinas que volvían a dibujarse lentamente en los rostros de quienes tanto habían temido perder a su Luna.Somali, aunque frágil durante los primeros meses, comenzó a ganar fuerza poco a poco. Su cuerpo, que había sido llevado al límite, ahora mostraba señales de recuperación gracias al descanso constante, las medicinas naturales y el afecto de su familia.Saphira y Zeira se turnaban en sus visitas, asegurándose de que no solo el cuerpo de la Luna sanara, sino también su espíritu. Dorian, por su parte, jamás la dejó sola. Si bien tenía asuntos que atender como Alfa, siempre encont
El tiempo, como un sanador silencioso, fue dejando atrás los días más oscuros que envolvieron el nacimiento de Iván. En los primeros momentos, todo era fragilidad. Somali, con el cuerpo aún debilitado, despertaba con frecuencia durante las noches, no por dolor físico, sino por ese miedo persistente que le había dejado la pesadilla de perder a su hijo. Aquel niño, tan pequeño, tan silencioso al llegar al mundo, era ahora una presencia constante en su corazón, una extensión viva de su alma.Iván fue colocado en una incubadora especial, traída del mundo humano por Dorian y otros miembros de la manada. Fue un acto que había requerido riesgos, sigilo y sacrificios, pero había valido la pena. Los primeros días, el niño respiraba con dificultad. Se alimentaba con ayuda, y sus movimientos eran apenas perceptibles. Zeira, junto a sus asistentes, lo vigilaba noche y día. Cada leve mejora era celebrada en silencio, con corazones cautelosos, pero esperanzados.Somali, por su parte, tuvo un camino
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