—Ahí estaba una… maldita sea. ¡Me voy! —dice Eirikr saliendo de la oficina—. ¿Viste a alguna muchacha, cabello castaño, como de esta estatura?
—No, señor, estábamos haciendo el cambio de turno —anuncia el guardia apenado.
Ambos suben al elevador y bajan. Eirikr busca su móvil y recuerda que lo ha dejado en el auto; se imagina lo peor. Tanto el guardia como él se acercan a la acera y se dan cuenta de que no hay nadie.
—Dame tu móvil, lo devolveré —exige el mafioso, a lo cual el hombre se lo da sin rechistar—. Gracias.
Este sube a su auto y lo enciende, llama al teléfono, pero este manda directo a buzón de voz.
—Maldita sea —murmura Eirikr conduciendo por la avenida Tremont, buscando entre todas las personas que salen de sus trabajos a Everly.
Vuelve a llamar, pero es imposible, ella no responde. La culpabilidad de sentir que la arrastra a un mundo oscuro no lo abandona.
«Debería dejarla ir, ¿qué haría ella en mi mundo? Pero se lo debo, prometí que le ayudaría. Aun así, ella prometió