꧁ ISABEL ꧂
La primera noche en el nuevo lugar, fue más difícil de lo que había imaginado.
Creí que, al cerrar la puerta del dormitorio, al apoyar la espalda contra el suave y tibio colchón, y sentir el silencio envolviéndome como una manta espesa, algo dentro de mí iba a aflojarse. Que el cuerpo, agotado por el viaje, por los días de tensión acumulada, por el parto reciente, se rendiría al descanso sin condiciones.
No ocurrió.
Me acosté con Luna a mi lado, en una cuna portátil apenas separada de la cama, lo suficientemente cerca como para extender la mano y tocarla si despertaba. La observé respirar durante largos minutos, contando mentalmente cada movimiento de su pecho, como si al hacerlo pudiera asegurarme de que el mundo no me la arrebataría mientras dormía.
Pero el sueño no llegó.
El silencio de la casa era un silencio orgánico, vivo, lleno de sonidos mínimos: la madera acomodándose, el viento rozando las hojas, un crujido lejano que no supe identificar. Y en ese silencio, mi me