Alejandro sentía el peso del duelo de Valentina sobre su espalda. Sentía el reproche en cada silencio de ella. Y aunque a veces deseaba marcharse a buscar a Isabel con sus propias manos, apenas pensarlo lo hacía sentir peor. Dejar sola a Valentina sería confirmarle lo que ella creía: que su dolor le era indiferente.
Y no podía cargar con un pecado más.
Por eso se quedaba.
Por culpa.
Por remordimiento.
Por lástima quizá.
Una tarde cualquiera, cuando la casa estaba tranquila y el sol se filtraba naranja por la ventana del pasillo, Alejandro se decidió a acercarse a la habitación. Se asomó sin entrar del todo. Valentina estaba recostada, mirando la televisión sin realmente verla, con una manta sobre las piernas y el cabello recogido a medias.
Ella sintió su presencia antes de que él hablara. Giró la cabeza y lo observó con esa expresión dura que últimamente llevaba como segunda piel.
—¿Qué quieres? —preguntó sin emoción, como si respirarle cerca la molestara.
—Solo vine a ver cómo estás