Valentina subió al coche con esa precariedad que tienen los cuerpos que acaban de salir de un hospital: pasos cortos, la respiración medida, el rostro contraído. Alejandro la ayudó a sentarse con manos que temblaban, no por miedo, sino por el peso de las palabras que quedaban sin pronunciar.
—¿Estás bien? —preguntó él en voz baja, como quien teme despertar a un animal dormido.
—¿Crees que estoy bien? —respondió ella, con un filo apenas contenido. La ironía no ocultaba la rabia—. ¿Crees que puedo estar bien después de lo que pasó?
El trayecto se le hizo eterno a Alejandro. Las autopistas se estiraban grises bajo un cielo sin historia. Valentina miraba por la ventanilla con los ojos húmedos y hablaba a intervalos, como si necesitara vomitar palabra para no explotar.
Habían acordado volver a la finca por unas semanas, lejos del ruido, mientras ella se recuperaba del parto y del duelo, y luego —cuando el médico lo autorizara— volverían a Madrid.
En el asiento del copiloto, el silencio sol