Sentada en la limusina, mi mente no se detenía en el paisaje urbano, sino en el torbellino de emociones que me había dejado la conducta de mi familia. La despedida de mi madre, tan cargada de remordimientos y disculpas, resonaba en mi cabeza como un mal presagio. ¿Por qué se disculpaba? ¿Qué sabía ella que yo ignoraba?
La imagen de Celeste, con su sonrisa triunfante y sus ojos destilando una felicidad maliciosa, me irritaba. ¿Qué escondía detrás de esa fachada de alegría? Y la más desconcertante de todas las imágenes: mi padre. Su abrazo había sido un oasis de afecto en un desierto de frialdad emocional. Pero, ¿por qué ahora? ¿Y por qué su mirada parecía atravesarme, como si no viera a la hija que había criado, sino a una extraña? El teléfono dorado pesaba en mi mano como si fuera de plomo, una co