Sumido en la aséptica blancura de mi hospital, me aferraba al teléfono con dedos que apenas podían contener su temblor. Mi corazón, atrapado en un frenesí de pulsaciones descontroladas, se debatía desconcertado e incrédulo. La voz de mi hermano, esa voz que con dolor y resignación habíamos sepultado bajo la fría tierra, resonaba ahora en mi cabeza, implorando auxilio con una urgencia que desgarraba el alma. Era un enigma envuelto en un velo de sombras; un rompecabezas macabro que desafiaba la realidad misma. ¿Cómo era posible que su corazón siguiera latiendo?
El pasillo del hospital parecía contorsionarse, eco de mi propia confusión. Mi mente era un torbellino de pensamientos, tratando de ensamblar las piezas de un misterio que se burlaba de toda lógica. Pero antes de que pudiera siquiera intentar comprender la situación, una ráfaga de