Tras asearnos y despedirnos, observamos cómo Agustino no cesaba de susurrar recomendaciones a Celeste. Nosotros fingimos no entender nada de lo que decía. Antes de levantarnos de la mesa, él había insistido en que esa historia era pura invención, y Diletta fingió creerle. Los ojos de todos se abrieron de par en par cuando mi auto llegó. Era el último modelo, una exclusividad que solo podía encontrarse en los concesionarios de los Garibaldi; todos lo sabían, pero nadie pronunció palabra al respecto.
Tomé el volante mientras Diletta se acomodaba a mi lado, y Celeste, sentada en la parte trasera, miraba todo a su alrededor con los ojos como platos. Estaba seguro de que jamás había experimentado el lujo de un vehículo como aquel. Había informado a Alonso sobre nuestros planes; estaba furioso por la audacia de Diletta de casarnos, así que decidió