Hay algo en la forma en que Nathaniel me mira que hace que mis defensas se desmoronen como un castillo de naipes. Lo sé, debería mantener la compostura, recordar que esto es solo un contrato, un acuerdo de negocios envuelto en papel de regalo matrimonial. Pero cada vez que sus ojos se posan en mí, siento que mi cuerpo responde a un llamado primitivo que mi mente racional no puede controlar.
Esta noche, después de la cena con los inversores, nos quedamos solos en su apartamento. El silencio entre nosotros parece cargado de electricidad. Me quito los tacones, sintiendo el frío del mármol bajo mis pies descalzos. Nathaniel se afloja la corbata con un gesto que he llegado a reconocer como señal de que su armadura empresarial comienza a caer.
—Has estado brillante esta noche —dice, sirviéndome una copa de vino tinto que brilla como rubí líquido bajo la tenue iluminación.
—Solo hice mi trabajo —respondo, intentando que mi voz suene profesional, aunque el cansancio me traiciona—. Convencer a