La alarma sonaba con la habitación con gran intensidad. Margaret la apagó con manos temblorosas; todavía estaba somnolienta, y lo ocurrido con Ethan le había arrancado la paz. Se sintió indefensa como una niña. Decidió quedarse en casa y reportarse enferma: evitarlo parecía la solución perfecta. Pero el destino, implacable, insistía en aproximarla a él.
Un golpe en la puerta la arrancó de sus pensamientos.
—¡Ya voy, un segundo! ¡Por Dios, que no sea él! —susurró, mientras se vestía a toda prisa, su mente estaba atrapada en un mar de súplicas: «Si es Ethan, no sé qué haré. No puedo ceder a su juego. Si flaqueo, lo perderé todo».
Bajó las escaleras con algo de temor y abrió la puerta con un temblor en las manos.
—¡Duncan! ¿Qué haces aquí? —aunque sintió alivio al ver que no era Ethan, la presencia de su hermano le resultaba igual de insoportable.
—Hola, hermanita —dijo él, mirándola de reojo—. ¿No te alegras de verme? Hace mucho que no estamos juntos.
Margaret apretó los labios.
—¿Qué q