La noche cayó y las puertas de la habitación se abrieron de golpe con un estruendo que hizo eco entre las paredes revestidas de plata.
Mía se sobresaltó, los ojos abiertos como platos, mientras su cuerpo instintivamente se tensaba. El aroma a humedad y metal seguía impregnando el aire; era sofocante, pesado, pero ahora había otro olor… uno salvaje. Un lobo.
La figura que apareció era imponente: un guerrero de la manada, vestido con ropas oscuras, los ojos tan intensos como la luna llena.
—Sígueme —ordenó con voz grave, sin rodeos.
Mía lo miró, desconfiada. Dio un paso hacia él, pero enseguida retrocedió. Su loba interior gruñía, dudosa. ¿Era una trampa? ¿Una oportunidad?
—No tenemos mucho tiempo —añadió él, mirando sobre su hombro—. La matriarca me envío para que te liberara.
El guerrero giró rápidamente y señaló una puerta oculta al fondo, apenas perceptible entre los paneles de plata. Más allá, un pasillo estrecho desembocaba en la libertad: el bosque.
Mía no lo pensó más.
Corrió.