El tiempo había pasado como un soplo. Dos semanas desde aquella tarde en que Isabella, huyendo desesperada de Mateo, había terminado arrollada por un auto en medio del camino.
Y aunque al principio todo había parecido un accidente cruel, la vida le había dado un giro inesperado. El hombre que la atropelló, un desconocido de mirada noble y voz grave, no solo había sido su salvador en aquel instante, sino que desde entonces había comenzado a frecuentarla con una calma que le resultaba casi irreal.
Se llamaba Adrián, un nombre sencillo pero firme, y poco a poco se había convertido en una presencia constante.
No era invasivo ni exigente; simplemente estaba ahí, en los momentos en que Isabella necesitaba un respiro de las sombras que la perseguían. Él sabía escucharla, sabía hacerla sonreír, y había algo en su forma de tratarla, con cuidado, con respeto, que le devolvía una chispa que ella creía perdida.
En esas dos semanas, Isabella había vuelto a reír. Al principio eran sonrisas tímida