La madrugada en la manada Tormenta caía pesada, con un silencio que no era de paz, sino de amenaza. El aire olía a hierro, a sangre seca y a humedad. En lo profundo de la casa principal, tras pasillos ocultos que solo los guerreros más antiguos conocían, se encontraba la sala de interrogaciones: un cuarto de piedra, sin ventanas, iluminado únicamente por dos lámparas que colgaban del techo, proyectando sombras alargadas contra las paredes.
En el centro, encadenado a una silla de metal, estaba Mateo. El rostro inflamado, los labios partidos y la sangre seca en la comisura de la boca contaban que la primera parte del castigo ya había comenzado. Sin embargo, lo más brutal apenas estaba por desencadenarse.
Frente a él, de pie como depredadores aguardando el momento exacto para destrozar a su presa, estaban Logan y Luca. Los dos hombres irradiaban una oscuridad distinta: Logan, con su aura de alfa, de fuerza contenida y rabia fría; Luca, con su fuego interno, con esa sed de justicia que si