Mía apretó los puños. Su corazón rugía, pero no era de miedo. Era de rabia, de instinto, de la furia de una madre que no estaba dispuesta a ceder.
Owen se inclinó hacia ella, sus ojos brillando con esa chispa de arrogancia que siempre lo había caracterizado. Se acercó lo suficiente para que el calor de su aliento rozara su rostro.
—Es mejor que te muestres dócil y amable conmigo —susurró con una sonrisa torcida, cargada de veneno.
Mía retrocedió hasta que su trasero chocó contra la carrocería metálica del auto. El frío del metal le erizó la piel, pero no se movió; al contrario, plantó los pies con firmeza. Lo miró directo a los ojos, y con un impulso rabioso, lo empujó con ambas manos.
—No me interesa ser dócil contigo —escupió con furia—. ¿Se te olvida todo lo que pasó en el pasado? ¿Crees que borré de mi memoria cada atrocidad, cada engaño, cada gota de sangre que provocaste?
Owen retrocedió un par de pasos por la fuerza de aquel empujón, pero en lugar de enojarse, sonrió. Una sonri