Mientras tanto, en la manada tormenta en una habitación fría, oscura y extrañamente silenciosa. Las paredes estaban recubiertas de plata, una barrera que anulaba por completo cualquier conexión espiritual o sentido de orientación sobrenatural.

Mía se encontraba sentada en una esquina, los brazos cruzados sobre sus rodillas y la mirada fija en el suelo. Había perdido la noción del tiempo, pero sabía que llevaba allí encerrada más de medio día. Cada minuto era una agonía, no solo por la impotencia de estar atrapada, sino por el ardor persistente que sentía en la piel cada vez que su loba intentaba emerger, solo para chocar contra esa invisible jaula de plata.

De pronto, el sonido de pasos del otro lado de la puerta la sacó de su aislamiento. Se puso de pie de inmediato, alerta. Un ademán silencioso, seguido de un chirrido metálico, y la puerta se abrió.

Dos lobos armados custodiaban el marco, pero entre ellos apareció una figura femenina que caminaba con seguridad, como si el tiempo