Mientras tanto, en el hospital de la manada tormenta, Zoe se sentó en el borde de la cama del centro médico, con la bata aún puesta y la mirada perdida en el suelo de madera encerada.
Su piel pálida contrastaba con el mechón oscuro que caía sobre su rostro y ocultaba parte de su expresión. Un hilo de luz entraba por la ventana, pero en sus ojos no brillaba esperanza, solo sombra.
—¿Cuánto falta? —preguntó, casi en un susurro.
La enfermera que acomodaba unos frascos sobre la mesa de metal se giró al escucharla. Era una mujer de edad media, fuerte, con la mirada firme de alguien que había visto más pérdidas de las que podía contar.
—¿Falta para qué, señorita Zoe? —respondió con tono tranquilo.
Zoe levantó la vista y la clavó en el vacío—. Para que lo entiendan. Estoy enferma. Y por lo visto nuestra nueva Luna está muerta
La enfermera dejó escapar un bufido que denotaba desaprobación, se acercó a ella y colocó una manta sobre sus hombros.
—Ya no, señorita Zoe. Al contrario… —se inclinó