El sol apenas se colaba por las cortinas gruesas de la enfermería cuando el doctor Adrik, con su bata blanca arrugada por tantas horas sin descanso, revisaba las últimas constantes de Mía.
Se frotó los ojos, incrédulo. Frente a él, el cuerpo de la loba seguía inconsciente, pero sus signos vitales eran impresionantes. La regeneración celular estaba fuera de lo normal, incluso para un ser sobrenatural como ella.
—No puede ser… —susurró, mirando el monitor que registraba la actividad de su sistema. No había rastro del veneno. Ni siquiera una cicatriz. El lobo en su interior lo había purgado todo, como si lo hubiera absorbido para fortalecerse.
En ese instante, Logan entró a la sala, con el ceño fruncido y las manos apretadas en puños. La furia seguía burbujeando bajo su piel. Se detuvo frente a la camilla donde yacía su luna, notando un leve movimiento en sus pestañas.
—¿Cómo está? —preguntó en voz baja, sin apartar los ojos de Mía.
Adrik se aclaró la garganta.
—Pensé que Mía iba a sufr