Isabella, fue marcada por la desgracia cuando fue presentada como Omega. Dentro de la manada "Luna de Sangre" era vista como una simple sirvienta, alguien a quien todos con un poco más de estatus podían pisar. Su propia familia la despreciaba y procuraban de dejar en claro que ella no era nada para ellos. Al cumplir los dieciocho años, Isabella fue elegida para ser la pareja destinada del Alfa más poderoso y futuro líder de la manada, a quién por cierto ella amaba en silencio. Él la rechazó y humilló frente a toda la manada, siendo una vez más motivo de burla, sin embargo, las leyes de la manada eran demasiado claras, los lazos generados por la Diosa Luna no podían romperse y él, como futuro líder debía tomarla como su esposa, al negarse, su hermano mayor, un Alfa violento y despiadado decidió tomarla como esposa. Es ahí donde el verdadero infierno de Isabella empezó, donde realmente conoció el dolor y donde se juro a si misma tomar venganza.
Leer másAlguna vez fue inocente, ingenua y con un corazón bondadoso. Sin embargo, ellos se encargaron de romperla, en fragmentar su alma en tantas partes que ya ni ella misma lograba reconocerse. Ya no quedaba nada de aquella joven que alguna vez fue, simplemente ya no quedaba nada de humanidad en su interior, absolutamente nada.
Lo único que la mantenía en pie era el intenso y enfermizo deseo de venganza, por que no se detendría hasta ver a cada uno de los que la orillaron al abismo bajo sus pies. Se juró a si misma hacerles pagar, por que no se detendría hasta destrozarlos, tal cual la destrozaron a ella en el pasado. Con el fuego del odio ardiendo en su mirada, salió de la celda en la cual estuvo recluida los últimos cinco años de su vida. Con la cabeza en alto, recorrió los interminables pasillos, siendo escoltada por las gendarmes que arrastraban sus cadenas y los vitoreos de las otras reclusas era un eco en la lejanía. Después de un extenso papeleo, le entregaron sus escasas pertenecías y la escoltaron hasta la salida. ¡Finalmente era libre! Debería de sentirse feliz por ello, sin embargo en el centro de su pecho solo se acentuaba un extenso vacío. Comenzó a caminar sin rumbo alguno, mientras sentía a su loba interior bastante inquieta, de pronto, una caravana de autos de lujo se detuvo junto a ella. Confusa, observó aquella escena tan bizarra, pero todo tomó sentido cuando él bajó del automóvil. Ahí estaba él, Edmond Sepúlveda, líder de la manada "luna de sangre" y heredero absoluto del conglomerado multimillonario de la familia Sepúlveda. Edmond, el mismo Edmond que hace años la destrozó, quién sin tener suficiente con todo lo que aconteció, se atrevió a juzgarla y enviarla a prisión. Ahora comprendía por que su loba se mostraba tan inquieta. —Tanto tiempo sin vernos, Isabella —la voz ronca y profunda del hombre le erizó la piel, pero no en un buen sentido. De pronto, estar frente a Edmond, la hizo retroceder en el tiempo, recordando el doloroso pasado, sumergiéndose en aquellos nefastos recuerdos. [][][][][][][][][][][][][] El alba aún no terminaba de rasgar el cielo cuando los gritos atravesaron la puerta de Isabella. Dieciocho años. Dieciocho veranos que nunca habían traído consigo el calor que merecía una celebración. Pero esta mañana, el sonido de su madre desgarrándose la garganta contra su padre resonó más fuerte que cualquier felicitación. Mientras se despabila, se abraza a si misma, tratando de hayar consuelo en sus propios brazos. —¡Otro mes sin dinero, Arturo! —Isidora escupió las palabras, sus uñas clavándose en el borde de la mesa como garras, la mujer sentía su loba interior agitarse furiosa—. ¿Cuánto más piensas pudrirte en ese bar? ¡Eres un beta inservible! Ni siquiera supiste luchar por un lugar decente en la manada. El olor a cerveza rancia se mezclaba con el perfume agrio del desprecio. Arturo, hundido en su silla, evitaba la mirada de su esposa. Su barba grisácea temblaba, pero no por la furia, sino por el temblor habitual de quien necesita otro trago. Había dejado de beber hace unas pocas horas, pero ya sentía el peso de la abstinencia. —¿Y tú? —masculló, con voz ronca—. ¿Crees que ser la esposa de un beta te dio derecho a algo? Solo eres una llorona que… Un plato estalló contra la pared, por lo que Arturo no pudo terminar su discurso. Isabella contuvo el aliento en su habitación, los dedos aferrados al borde de su vestido desgastado. "No hoy", rogó en silencio. Pero las paredes delgado de la casa de madera nunca habían sabido guardar secretos, mucho menos los de ella. Al entrar en la sala, el frío la golpeó antes que las miradas. Isidora se volvió hacia ella, y por un instante, el tiempo se detuvo. Los ojos de su madre —oscuros como pozos sin fondo— la escudriñaron con un odio que Isabella conocía demasiado bien. Era el mismo que veía en el reflejo dela espejo cada mañana: "omega." Una palabra que llevaba grabada en el alma como una cicatriz. —¿Qué miras, estúpida? —bufó Isidora, rompiendo el silencio—. ¿Vienes a mendigar migajas de atención en "tu día especial"? —La ironía cortó el aire. Isabella retrocedió, su cabello castaño cayendo como un velo sobre sus hombros, intentando ocultar el rubor que teñía su piel de porcelana. Arturo ni siquiera alzó la vista. Erick, desde el rincón donde observaba con los brazos cruzados, soltó una risa seca. Su figura imponente, musculosa y marcada por el aura de "alfa", contrastaba con la delicadeza de su hermana. Ambos tenían el cabello castaño, los ojos grises, pero en nada más se parecían. Erick era la viva personificación de masculinidad. —Deberías estar acostumbrada —dijo él, mordiendo una manzana—. Hasta los lobatos recién nacidos saben que las "omegas" solo sirven para arrastrarse. Isabella apretó los puños, sintiendo las uñas clavarse en sus palmas. No lloraría. No delante de ellos, por que no le daba darles en el gusto. Pero en su pecho, una pregunta que se repetía como un mantra casi a diario resonaba: "¿Por qué yo?" No era la fuerza de Erick, ni la ambición fallida de su padre. Solo era ella, con sus ojos grises que parecían guardar tormentas inútiles. Ella, que albergaba esperanzas cuando sabía que estaba condenada a una vida hostil y sin posibilidades. —Vete —gruñó Isidora, señalando la puerta con un dedo tembloroso—. Tu presencia apesta a debilidad. De solo ver tu patética cara me amarga el día, y créeme, ya tengo bastante con ver la nefasta cara de tu padre. La joven giró sobre sus talones, pero no hacia su habitación. Corrió. Más allá del umbral, más allá de los límites del territorio de la manada, donde los árboles susurraban secretos que ningún lobo había logrado descifrar. El viento secó sus lágrimas antes de que tocaran el suelo, mientras se decía a si misma que debía de ser fuerte. Con pasos le tos y temblorosos caminó hasta el arrollo, al menos ahí, se sentía mucho mejor. El arroyo murmuraba secretos entre las piedras, arrastrando hojas doradas como lágrimas de otoño, al parecer la naturaleza también se esmeraba en hacerla sentir miserable. Isabella se arrodilló en la orilla, las manos temblorosas hundiéndose en el agua helada, sintiendo como está le calaba los huesos. El frío le mordió la piel, pero no era más que un eco de lo que sentía por dentro. Con voz quebrada, susurró las palabras que nadie más le diría durante ese día. —"Feliz cumpleaños a ti…" —La voz se le quebró, y un sollozo escapó de sus labios—. "Feliz cumpleaños, Isabella…". Las lágrimas cayeron sobre el agua, dibujando círculos imperfectos. "¿Por qué duele tanto existir?", se preguntó. Su loba, esa parte de su ser que siempre se encogía ante los alfas, gruñó débilmente en su pecho, como un animal herido. Pero incluso su propia esencia parecía avergonzarse de su debilidad. —"Feliz cumpleaños…" —repitió, esta vez en silencio, mientras se abrazaba a sí misma—. "Maldito cumpleaños". [][][][][][][][][][][][][][] El sol ya comenzaba a inclinarse cuando regresó al pueblo. Las calles estaban adornadas con guirnaldas de flores blancas y plateadas, símbolos de la Diosa Luna. Los preparativos para el festival relucían en cada rincón: mesas cubiertas de manjares, antorchas encendidas, y el aroma de hierbas sagradas que quemaban en braseros de bronce. Pero Isabella no miró nada de eso. Caminó con la cabeza baja, los hombros encogidos, como si quisiera desaparecer dentro de su propio cuerpo. La mansión de los líderes se alzaba imponente en lo alto de la colina, sus ventanas de vitrales arrojando destellos dorados sobre el jardín. Isabella respiró hondo antes de empujar la puerta trasera de la cocina. El calor de los hornos y el bullicio de las sirvientas la envolvieron al instante y su estómago gruñó exigiendo algo de comida. —¡Omega! —rugió la voz de Clara, la cocinera beta, señalándola con un cuchillo—. ¡Lava estas copas antes de que llegue el Alfa Mayor! Y no las rompas, o tendrás que pagarlas con tu piel. Ya estamos cansadas de tu estupidez. Isabella asintió sin levantar la vista. Las copas de cristal tallado brillaban bajo sus dedos, frías y perfectas, como todo lo que ella no era. Mientras frotaba, los murmullos de las demás sirvientas la atravesaron como dagas afiladas que laceran su delicada piel: —Dicen que hoy la Diosa Luna revelará el nombre de la pareja de Edmond. —Es obvio que será Francisca. Una alfa pura, fuerte… además es la hija del sub líder de la manada. —¿Y si el destino elige a alguien inesperado? —La Luna no es tan cruel. Jamás uniría a nuestro futuro líder con una… sucia omega. Isabella apretó los dientes hasta que dolieron. "No llores. No. Llores". Se repitió una y otra vez como un mantra. Pero el universo siempre encontraba la forma de romperla un poco más. Al salir de la cocina con una bandeja de frutas, algo la detuvo en el umbral del jardín. Allí, bajo el viejo roble sagrado, estaban "ellos". Edmond, el heredero de ojos color ámbar y melena negra que parecía tejida con sombras de invierno. Y Francisca, su pelo rojo como llamas, sus brazos musculosos enrollados alrededor de su cuello. Sus labios estaban unidos con un hambre que hizo que el aire le abandonara los pulmones a Isabella. —No… —murmuró, retrocediendo. Pero sus pies estaban clavados en el suelo. De pronto los sentía demasiado pesados. Edmond entrecerró los ojos, como si disfrutara cada gemido que escapaba de Francisca. Ella lo jaló más cerca, sus uñas arañando su espalda a través de la fina camisa. —Eres mío —susurró Francisca contra su boca, voz ronca de posesividad—. Hoy, la Diosa Luna solo confirmará lo que todos saben. Isabella sintió que algo se desgarraba en su pecho. "¿Por qué duele tanto?", se preguntó confundida. Edmond nunca la había mirado, jamás le había dirigido la palabra más allá de una orden fría. Pero verlo ahora, entregado a ella, a esa alfa que la despreciaba desde la infancia… Su loba aulló de dolor... No fue un gemido, ni un gruñido. Fue un sonido profundo, primitivo, que brotó de sus entrañas y resonó en el aire como un desafío. Francisca se separó bruscamente de Edmond, sus ojos verdes brillando con furia. —¿Qué hace esa aquí? —escupió, señalando a Isabella con desdén—. ¿Vienes a espiar, omega? ¿O quizás a suplicar que alguien te elija esta noche? Las risas de los presentes brotaron como cuchillas afiladas. Edmond finalmente miró a Isabella, pero su expresión era indiferente, como si contemplara un mueble roto. —Vete —dijo él, con voz suave pero cortante—. No perteneces a este lugar. Isabella tembló. Su loba rugió de nuevo, esta vez con tal fuerza que Francisca dio un paso atrás. —¿Qué… qué eres? —murmuró la pelirroja, arrugando la nariz como si oliera algo repugnante. Pero Isabella ya corría. Las copas de la bandeja se estrellaron contra el mármol, destrozándose en mil fragmentos que brillaron como sus lágrimas.Bajo un cielo teñido de rojo carmesí por la luna llena, el campo sagrado respiraba con la electricidad de siglos de rituales olvidados. Antorchas de hueso y resina crepitaban, arrojando sombras danzantes sobre los rostros hambrientos de la manada. El aire espeso olía a sangre seca, a hierbas quemadas y al sudor dulzón del miedo disfrazado de devoción. Isabella, arrastrando los pies entre el gentío, sentía cada mirada como un cuchillo sobre su espalda destrozada. Las vendas rudimentarias que le envolvían el torso se habían teñido de óxido, y el vestido de lino áspero que Francisca le había arrojado le rozaba las heridas como una lengua de lija. Cada respiro le quemaba los pulmones, cada latido del tambor ceremonial resonaba en sus sienes como un martillazo.—¿Crees que alguien vendrá por ti? —Erick le susurró al oído, sus dedos hundiéndose en su cintura con una posesividad que heló su sangre—. Mira a tu alrededor, hermana. Hasta las ratas te evitan. —Su aliento, caliente y empapado de
Las betas la atraparon antes de que cruzara el umbral. Sus manos ásperas se cerraron como grilletes alrededor de sus brazos, arrastrándola de vuelta al jardín. Isabella forcejeó, pero los dedos de Clara le hundieron las uñas en la carne hasta brotar sangre. En ese momento, Isabella maldijo su propia naturaleza, era débil y a causa de ello, todos sentían que tenían poder sobre ella.—¡Sueltame! —suplicó, pero su voz sonó quebrada, infantil. Una vez más se maldijo a si misma.Francisca avanzó con pasos felinos, el vestido de seda negra ondeando como una bandera de guerra. Su sonrisa era una daga afilada y su mirada era sardónica, algo tan característico en ella cada vez que veía a alguien inferior.—¿Crees que puedes romper lo sagrado y huir, sucia e inútil omega? —escupió la palabra como si fueran veneno—. Esas copas eran reliquias de la Manada. Más valiosas que tu asquerosa vida. ¿Pero que sabrás tú de eso? Después de todo en tu familia sobreviven de sobras y basura.Edmond permaneció
Alguna vez fue inocente, ingenua y con un corazón bondadoso. Sin embargo, ellos se encargaron de romperla, en fragmentar su alma en tantas partes que ya ni ella misma lograba reconocerse. Ya no quedaba nada de aquella joven que alguna vez fue, simplemente ya no quedaba nada de humanidad en su interior, absolutamente nada. Lo único que la mantenía en pie era el intenso y enfermizo deseo de venganza, por que no se detendría hasta ver a cada uno de los que la orillaron al abismo bajo sus pies. Se juró a si misma hacerles pagar, por que no se detendría hasta destrozarlos, tal cual la destrozaron a ella en el pasado. Con el fuego del odio ardiendo en su mirada, salió de la celda en la cual estuvo recluida los últimos cinco años de su vida. Con la cabeza en alto, recorrió los interminables pasillos, siendo escoltada por las gendarmes que arrastraban sus cadenas y los vitoreos de las otras reclusas era un eco en la lejanía. Después de un extenso papeleo, le entregaron sus escasas pertenec
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