La luna aún colgaba en lo alto como una moneda de plata, filtrando su luz sobre las copas de los árboles en lo más profundo de las Montañas. Allí, donde ningún lobo de manada se atrevía a cazar, se alzaba una antigua cabaña de piedra, cubierta de musgo y cicatrices del tiempo. Dentro, el fuego chispeaba como si respirara, y frente a él, un hombre de espaldas anchas y cabello oscuro observaba con los ojos entornados.
—Anoche habló —dijo con voz rasposa, áspera como la tierra misma—. La anciana vino a mí en sueños. La Luna Blanca ha despertado.
Un murmullo se esparció por la cabaña. Algunos hombres, humanos por ahora, otros a medio camino de su forma bestial, se miraron entre sí. Ninguno osó interrumpir.
El hombre dio un paso al frente, dejando que la luz del fuego revelara su rostro. Tenía una cicatriz que le partía el pómulo derecho como si el destino hubiese querido recordarle algo. Sus ojos no eran normales: uno era gris, el otro completamente negro.
—Es hora de ir a buscarla.
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