Mi esposo disfrutaba, rugía como esa fiera a la que tanto llamaba en mis sueños más depravados y descubrí que nuestros cuerpos danzantes se reflejaban en el amplio espejo, donde mis ojos chocaron con los suyos. Así disfrutamos más abiertamente de aquel encuentro y me maravilló como afloraban sus músculos debajo de la espalda ancha, que se contraía rítmicamente, haciéndome suplicar para que no se detuviera.
Él me apartó suavemente, deslizando sus labios por mi pecho, recorriéndome el vientre, atrapando cada espacio de mi piel como si quisiera grabarlo en su memoria. Intentó someterme, cubrirme como un abrigo de carne y deseo, pero se lo impedí.
—Recuerde, majestad, que debo ejercitarme —le murmuré al oído.
Él quiso negarse, volver a recuperar el control, perpetuar aquel instante, mas yo estaba decidida y lo doblegué, apretándolo contra la tina y cubriéndole el rostro con mis senos. No le permití que me guiara, me deshice de sus manos que se aferraban a mis caderas y le impuse un ritm