El viento arrastraba un olor metálico, como sangre derramada sobre tierra húmeda. Ayleen lo percibió desde el amanecer, ese aroma inconfundible que erizaba su piel y aceleraba su pulso. No era imaginación suya. Los Lobos Negros habían cruzado el arroyo del este, la frontera natural que durante décadas había separado los territorios.
En el Gran Salón de la manada, la tensión podía cortarse con un cuchillo. Los guerreros más experimentados rodeaban a Darius, quien, inclinado sobre un mapa desgastado, señalaba puntos estratégicos con dedos firmes pero ojos inquietos.
—Han dejado marcas en los robles antiguos —informó Kaiden, el rastreador más hábil del clan—. No son simples señales territoriales. Son símbolos de guerra.
Darius asintió, su mandíbula tensa reflejaba la gravedad de la situación. Sus ojos buscaron instintivamente a Ayleen entre los presentes. Ella permanecía apartada, apoyada contra una columna de piedra, observándolo todo con una mezcla de fascinación y terror.
—Reforzaremo