El Gran Salón de la manada se había convertido en un campo de batalla donde no se derramaba sangre, pero sí veneno. Los gritos se entremezclaban en un coro discordante que rebotaba contra las paredes de piedra. Ayleen permanecía en el centro, aún con restos del ritual en su piel, observando cómo la unidad de la manada se desmoronaba ante sus ojos.
—¡Es la elegida de la Luna! ¡Lo hemos visto todos! —gritaba Mara, una de las ancianas, con los brazos extendidos hacia el techo abovedado.
—¡Es una amenaza! ¡Una forastera que traerá nuestra destrucción! —respondió Kalen, un lobo de pelaje grisáceo que mostraba los dientes mientras hablaba.
Darius permanecía de pie junto al trono tallado, con los nudillos blancos de apretar los puños. Su rostro era una máscara impenetrable, pero Ayleen podía sentir la tormenta que se agitaba en su interior. El vínculo entre ellos, fortalecido tras el ritual, palpitaba como una herida abierta.
El Consejo de Ancianos, siete lobos de edad avanzada pero mirada p